http://www.lavanguardia.com/magazine/20140704/54410571719/empatia-poder-magazine-reportaje-psicologia.html
En los últimos años, muchos grupos científicos se han
volcado en descifrar la empatía a partir de múltiples enfoques, desde la
neurociencia hasta la robótica
Una tarde cualquiera, Miguel prepara la cena en la cocina.
Junto a él, sentada en su sillita está su hija Irene, un bebé de seis meses que
juguetea con un sonajero. Está absorto cortando unas verduras y pensando en el
trabajo cuando los gimoteos de la niña lo devuelven a la cocina. Irene está
tratando de agarrar el biberón con agua que está sobre la mesa. Miguel se lo
da; la niña lo mira satisfecha.
Algo parecido ocurre a 12.000 kilómetros, en un laboratorio
de Tokio. Aunque, en lugar de padre e hija, son dos robots con forma humanoide
los que representan la escena. Están situados uno frente a otro y en un momento
dado uno alarga el brazo y mueve lentamente la mano, como si quisiera coger
algo. Su compañero lo mira y su cerebro de cables y chips trata de descifrar
esa acción.
Luc Steels observa detenidamente esta escena desde su
ordenador, señala la pantalla y exclama: “Es realmente fascinante lo que
podemos llegar a hacer los seres humanos. Interactuamos unos con otros y nos
entendemos, ¡incluso sin hablar! De hecho, con el lenguaje decimos realmente
muy poco, la mayor parte de la información proviene del contexto y de que somos
capaces de predecir lo que otros deben de querer. Si el padre le da el biberón
al bebé es porque ha sabido interpretar la situación y su necesidad. Y es un
ejemplo de lo que intentamos entender usando robots como estos”.
Steels es uno de los mayores expertos en inteligencia
artificial del mundo. Es el padre del popular perrito robot Aibo, de Sony, y,
desde su despacho en el Instituto de Biología Evolutiva –dependiente del Centro
Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universitat Pompeu Fabra
(UPF)– en Barcelona, colabora con otros centros repartidos por el mundo con el
objetivo de tratar de dotar de inteligencia a las máquinas para que algún día
puedan convivir de verdad con los humanos.
“Queremos que los robots aprendan a ser empáticos”, afirma.
Y ante la mirada atónita de quien le escucha matiza que, aunque generalmente se
use el concepto empatía asociado a un valor emocional, se puede emplear de
forma más amplia, en referencia a ser capaces de interpretar la necesidad del
otro.
“Cuando vemos a alguien llorar o nos cuentan que la madre de
un amigo está muy enferma, nos ponemos en la situación de aquella persona y nos
sentimos afligidos debido a nuestra habilidad empática. Ese proceso es muy
similar al de la niña que trata de coger algo sin éxito y el padre la ayuda. En
el fondo tiene que ver con la memoria, con saber entender qué quiere el otro y
predecir qué pasará”, explica.
Con su equipo de investigadores, Steels usa los robots como
modelo para comprender esa empatía. Porque, asegura, será la forma de que algún
día podamos aplicarla en situaciones en que tengan que interactuar
inteligentemente con humanos, como en operaciones de rescate en catástrofes.
“Imagínate lo útiles que hubieran sido en Fukushima o en el rescate del ferry
de Corea del Sur que naufragó. Pero por desgracia aún no están preparados”,
dice Steels.
CAMBIANDO DE PIEL
Luc Steels es uno de los numerosos científicos que en todo
el mundo investigan la empatía, esta habilidad instintiva de las personas para
meterse en los zapatos del prójimo. Él lo hace desde la robótica, mientras que
otros se aproximan desde la genética, la biología o la psicología cognitiva y
social. Y todos tratan de entender mejor esta dimensión que, apuntan, tal vez
sea una de las características que definen a los seres humanos.
Gracias a la empatía, los humanos somos capaces de tender
puentes para arribar al territorio de los sentimientos del otro; de
relacionarnos y de convivir. Seguramente, sin esta habilidad no hubiéramos sobrevivido,
nos hubiéramos extinguido hace ya tiempo. O, tal vez, ni hubiéramos salido de
África.
Y, a pesar de ser una característica intrínsecamente humana, durante
mucho tiempo estuvo fuera del foco de interés de la neurociencia. En parte,
porque parecía una cuestión trivial y también porque no se sabía cómo estudiar
una habilidad que se generaba en las interacciones entre personas.
Así que a lo largo de la primera mitad del siglo XX, las
investigaciones se limitaban a observar qué ocurría en el cerebro de un
individuo cuando pensaba y sentía, y se dejaba de lado cómo era posible que
comprendiera las experiencias de los demás. La llamada “revolución afectiva” de
comienzos del siglo XXI consiguió darle la vuelta a la tortilla. Tanto, que
ahora se vive un boom de estudios centrados en esta capacidad.
“Hace relativamente poco que se ha tomado consciencia de la
naturaleza no racional del ser humano. Han aparecido un sinfín de libros y de
artículos muy influyentes que nos han hecho percatarnos de la importancia de la
inteligencia emocional. Y ahora hay un interés creciente en las emociones,
sobre todo en aquellas implicadas en el pensamiento moral y en la acción. De
ahí, en buena medida, que en la última década se hayan publicado cientos de
investigaciones centradas en la empatía”, explica Arcadi Navarro, investigador
en biología evolutiva y director del departamento de ciencias experimentales y
de la salud de la UPF.
“Tiene lógica que sea así por la situación en que vivimos,
en un momento de crisis económica y de valores”, señala Claudia Wassmann,
neurocientífica alemana del Instituto Max Planck y que ahora investiga en la
Universidad de Navarra gracias a una beca Marie Curie.
Para muchos científicos que se han propuesto desvelar los
entresijos de la empatía, el interés no es meramente teórico. Aseguran que
cuando se pueda entender cómo funciona, se podrán estimular comportamientos más
empáticos y tal vez menos egoístas. Para el conocido sociólogo y economista
norteamericano Jeremy Rifkin, autor de La civilización empática, esta capacidad
ha sido el principal conductor del progreso humano y ha de seguir siendo así.
“Necesitamos ser más empáticos si pretendemos que la especie sobreviva”, afirma
rotundo.
DE LAS NEURONAS ESPEJO A LA OXITOCINA
La primera pregunta que surge es ¿hay algo en la biología
humana que, igual que ocurre con el lenguaje, nos prepare para ser empáticos?
Porque, en general, todos somos algo empáticos. Muchos científicos han tratado
de dar una respuesta.
En los años 90, en Parma (Italia), un grupo de
investigadores estudiaba el cerebro de un macaco cuando se percataron de algo
que supondría un avance enorme en neurociencias y que muchos pensaron que
respondía a ese enigma acerca de la capacidad empática. Vieron que una célula
nerviosa del cerebro del primate se activaba tanto cuando el animal agarraba un
objeto como cuando veía a otro hacerlo. Era como si la mente del mono simulara
las acciones que veía, de ahí que bautizaran aquella célula como “neurona espejo”.
“¡Descubrieron la clave para entender la empatía!”, afirma
Christian Keysers, investigador del Instituto de Neurociencias de los Países
Bajos y autor de The Empathic Brain (El cerebro empático). “Está claro que
estas neuronas son esenciales para entender cómo leemos la mente de los demás y
nos contagiamos de sus emociones. Y pueden explicar muchos de los misterios del
comportamiento humano. Las neuronas espejo nos conectan con otras personas, y
un mal funcionamiento de estas células nos lleva a una desconexión emocional de
los demás, como les ocurre a los autistas”, afirma este entusiasta científico,
que está convencido de que somos empáticos por naturaleza.
No obstante, para muchos neurocientíficos las neuronas
espejo son sólo parte de la película. Es cierto que se activan cuando la
persona ve llorar a alguien, por ejemplo, y que los autistas, a quienes este
mecanismo espejo no les funciona del todo bien, tienen comportamientos poco
empáticos. Ahora bien, ¿se debe a estas neuronas la capacidad empática? “Ni
mucho menos es debido a ellas que automáticamente tengamos los mismos
sentimientos que otros. De ser así no habría diferencias de comportamiento
entre los seres humanos cuando los hay muy empáticos y otros lo son poco o
nada.
Es una cuestión cultural. Tras nacer, vamos aprendiendo a ser empáticos”,
afirma Claudia Wassmann.
¿Y si fuera una cuestión de hormonas?, plantea esta
investigadora. De la misma forma que se sabe que la oxitocina, conocida como la
hormona del amor, es esencial para establecer lazos y vínculos con otras
personas, ¿podría estar implicada en esta capacidad?
Precisamente, Òscar Vilarroya, neurocientífico de la Universitat
Autònoma de Barcelona (UAB), estudia si la empatía de las parejas respecto a
bebés llorando cambia antes del embarazo, durante y después. Y qué papel tiene
la oxitocina.
¿Y qué hay de la genética? Porque numerosos laboratorios se
han lanzando a buscar el “gen de la empatía”. “Cualquier cosa que se puede
medir es accesible por el método científico –opina Arcadi Navarro–. Pero, ¿cómo
mides la empatía? Si le pones a una persona un animal enfermo delante y le
pides que lo acaricie, ¿es eso empatía? Carecemos de métodos para mesurar esta
dimensión humana que no sean discutibles. Y hasta que no resolvamos esto no
tiene sentido echar mano de la genética”.
¿NACEMOS EMPÁTICOS?
Entonces, ¿hay algo en nuestra biología que nos hace
empáticos por naturaleza o, como defienden otros, es un aprendizaje cultural?
“Tenemos que venir preparados de serie por fuerza, porque un plátano no podrá
nunca llegar a ser empático y nosotros sí –sentencia Arcadi Navarro–. Ahora
bien, de ahí a decir que los humanos somos empáticos por naturaleza hay un buen
trecho”. Sí es cierto, agrega, que hay algunas características en los seres
humanos que les hacen capaces en distintos grados de ser empáticos. Si hay que
aprenderlas o las llevamos incorporadas de serie es poco relevante para este
investigador. “Nos caracterizamos –recuerda– por una coevolución clara entre
naturaleza y aprendizaje, genes y ambiente. Hay muchas cosas para las que
estamos programados para aprender [como el lenguaje]. Tal vez por eso los bebés
son menos empáticos que un adulto”.
Algunos animales también parecen demostrar cierta empatía.
Jean Decety, investigador de la Universidad de Chicago y uno de los expertos
más prominentes en el estudio de la moral, la empatía y la conducta prosocial,
realizó un experimento: colocó a una rata atrapada en un tubo de plástico
transparente, de manera que otros roedores pudieran verla. Y estos se lanzaban
a intentar rescatarla, a pesar de que podían optar por ir a engullir chocolate,
que les chifla. ¿Eran empáticos?
En cierta forma sí, dice Wassmann, que puntualiza que hay
que distinguir diversos mecanismos dentro de la empatía. El más básico se
activa al ver a otro, como cuando un bebé se pone a llorar porque ve a otro en
pleno berrinche. Hay mecanismos más complejos, como el que permite
identificarse con otra persona; o el que hace posible que se comprenda la
situación de otra persona. Los primeros mecanismos los compartimos con los
animales, el tercero es genuinamente humano. “Para desarrollar una conducta
completamente empática, necesitas el córtex prefrontal, el cerebro social,
propio de las personas”, dice Wassmann.
Una de las teorías neurocientíficas con más peso señala que
el cerebro social del que habla Wassmann se formó hace unos 3,5 millones de
años, cuando los primeros humanos salieron de la selva y empezaron a necesitar
una mente más compleja que les permitiera pensar en los demás, en sus
congéneres. Ser empáticos para sobrevivir.
“Hay una hipótesis que usa una metáfora bíblica y afirma que
debemos nuestro cerebro al hecho de que nos expulsaron del paraíso”, señala
Òscar Vilarroya, impulsor de la cátedra El
cerebro social, de la UAB. En un momento determinado, nuestros ancestros se
quedaron en la frontera entre la selva y la sabana y en esa situación era
esencial la confianza en los demás integrantes del grupo para avanzar, porque
había innumerables peligros. “Era clave interpretar la conducta del otro y la
empatía permitió desarrollar una herramienta de pensamiento social muy potente
para entender qué pasa a tu alrededor y actuar en tu beneficio o el de los
tuyos”, dice el neurocientífico.
UN MUNDO MEJOR
¿Y si se pudiera enseñar a la humanidad a ser más empática?
“Nos iría todo mucho mejor”, bromea Wassmann. Explica que en Alemania ya desde
la guardería se trata de educar a los niños en esta cualidad, como también
hacen en nuestro país las escuelas que aplican educación emocional. Otra
científica alemana, Tania Singer, va más allá. No sólo está convencida de que
se puede potenciar la empatía sino estimular la compasión en la sociedad.
Afirma, sin miedo a parecer utópica, que así se conseguirá un mundo mejor.
Singer es investigadora del Instituto Max Planck de
Neurociencias Cognitivas en Lepizig (Alemania) y está considerada una de las
neurocientíficas sociales más influyentes, pionera en el estudio de la empatía.
En el 2004, estando en el University College London, publicó en la revista
Science los resultados de una investigación hecha con parejas para analizar la
reacción de alguien que ve sufrir a quien ama. Ponía a las dos personas una
frente a la otra y mientras una sufría una pequeña descarga eléctrica en la
mano, se escaneaba el cerebro de la otra.
Así vio que se activaban diversas áreas en el cerebro
relacionadas con el dolor y con las percepciones, como el córtex sensoriomotor
y la ínsula. Y para su sorpresa, también algunas de las que hacen exclamar
“¡ay!” cuando eso le ocurre a uno mismo. “Ese solapamiento es la raíz de la
empatía”, aseguraba Singer. Esta neurocientífica se ha embarcado ahora en el
estudio de la compasión, un concepto que aunque a menudo se suele usar como
sinónimo de empatía, va un poco más allá. Para ello, ha escaneado el cerebro de
un monje budista a quien pidió que se centrara en sentimientos de compasión.
Descubrió sorprendida que se activaban aquellas áreas relacionadas con el amor
romántico o la recompensa, como el núcleo accumbens o el estriado ventral.
Singer repitió la prueba, pero esta vez pidió al budista que
se centrara en algo más concreto y este pensó en los niños de un orfanato de
Rumanía que había visto en un documental televisivo. Entonces se activaron en
su cerebro las mismas áreas identificadas en estudios anteriores sobre la
empatía.
Si se puede entender qué ocurre, se puede fomentar, asegura
esta investigadora, quien también usa videojuegos en los que confronta a un
grupo de voluntarios con situaciones en que deben mostrarse empáticos para
observar todas sus reacciones en el cerebro. De momento, ya ha visto que se
activan dos patrones bien diferenciados: o bien un sentimiento vinculado a la
dopamina y a los circuitos de recompensa del cerebro. O bien la llamada “red de
afiliación”, que entra en funcionamiento al ver una persona la foto de su hijo
o su pareja, y en la que están implicados la oxitocina y algunos opiáceos.
Singer, que en el último Foro Económico Mundial de Davos
defendió una economía protectora, basada en la cooperación y la compasión en
lugar de en la competición, estudia ahora si con actividades como la meditación
es posible fomentar la empatía y la compasión. Si conseguimos entender esta
característica humana y entrenarla, insiste, seguramente podremos lograr una
sociedad mejor.