lunes, 7 de julio de 2014

La empatía, a estudio

Font Magazine de La Vanguardia (06 Jul 2014)



 http://www.lavanguardia.com/magazine/20140704/54410571719/empatia-poder-magazine-reportaje-psicologia.html
 
En los últimos años, muchos grupos científicos se han volcado en descifrar la empatía a partir de múltiples enfoques, desde la neurociencia hasta la robótica

Una tarde cualquiera, Miguel prepara la cena en la cocina. Junto a él, sentada en su sillita está su hija Irene, un bebé de seis meses que juguetea con un sonajero. Está absorto cortando unas verduras y pensando en el trabajo cuando los gimoteos de la niña lo devuelven a la cocina. Irene está tratando de agarrar el biberón con agua que está sobre la mesa. Miguel se lo da; la niña lo mira satisfecha.

Algo parecido ocurre a 12.000 kilómetros, en un laboratorio de Tokio. Aunque, en lugar de padre e hija, son dos robots con forma humanoide los que representan la escena. Están situados uno frente a otro y en un momento dado uno alarga el brazo y mueve lentamente la mano, como si quisiera coger algo. Su compañero lo mira y su cerebro de cables y chips trata de descifrar esa acción.

Luc Steels observa detenidamente esta escena desde su ordenador, señala la pantalla y exclama: “Es realmente fascinante lo que podemos llegar a hacer los seres humanos. Interactuamos unos con otros y nos entendemos, ¡incluso sin hablar! De hecho, con el lenguaje decimos realmente muy poco, la mayor parte de la información proviene del contexto y de que somos capaces de predecir lo que otros deben de querer. Si el padre le da el biberón al bebé es porque ha sabido interpretar la situación y su necesidad. Y es un ejemplo de lo que intentamos entender usando robots como estos”.

Steels es uno de los mayores expertos en inteligencia artificial del mundo. Es el padre del popular perrito robot Aibo, de Sony, y, desde su despacho en el Instituto de Biología Evolutiva –dependiente del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universitat Pompeu Fabra (UPF)– en Barcelona, colabora con otros centros repartidos por el mundo con el objetivo de tratar de dotar de inteligencia a las máquinas para que algún día puedan convivir de verdad con los humanos.
“Queremos que los robots aprendan a ser empáticos”, afirma. Y ante la mirada atónita de quien le escucha matiza que, aunque generalmente se use el concepto empatía asociado a un valor emocional, se puede emplear de forma más amplia, en referencia a ser capaces de interpretar la necesidad del otro.

“Cuando vemos a alguien llorar o nos cuentan que la madre de un amigo está muy enferma, nos ponemos en la situación de aquella persona y nos sentimos afligidos debido a nuestra habilidad empática. Ese proceso es muy similar al de la niña que trata de coger algo sin éxito y el padre la ayuda. En el fondo tiene que ver con la memoria, con saber entender qué quiere el otro y predecir qué pasará”, explica.

Con su equipo de investigadores, Steels usa los robots como modelo para comprender esa empatía. Porque, asegura, será la forma de que algún día podamos aplicarla en situaciones en que tengan que interactuar inteligentemente con humanos, como en operaciones de rescate en catástrofes. “Imagínate lo útiles que hubieran sido en Fukushima o en el rescate del ferry de Corea del Sur que naufragó. Pero por desgracia aún no están preparados”, dice Steels.

CAMBIANDO DE PIEL

Luc Steels es uno de los numerosos científicos que en todo el mundo investigan la empatía, esta habilidad instintiva de las personas para meterse en los zapatos del prójimo. Él lo hace desde la robótica, mientras que otros se aproximan desde la genética, la biología o la psicología cognitiva y social. Y todos tratan de entender mejor esta dimensión que, apuntan, tal vez sea una de las características que definen a los seres humanos.

Gracias a la empatía, los humanos somos capaces de tender puentes para arribar al territorio de los sentimientos del otro; de relacionarnos y de convivir. Seguramente, sin esta habilidad no hubiéramos sobrevivido, nos hubiéramos extinguido hace ya tiempo. O, tal vez, ni hubiéramos salido de África. 

Y, a pesar de ser una característica intrínsecamente humana, durante mucho tiempo estuvo fuera del foco de interés de la neurociencia. En parte, porque parecía una cuestión trivial y también porque no se sabía cómo estudiar una habilidad que se generaba en las interacciones entre personas.

Así que a lo largo de la primera mitad del siglo XX, las investigaciones se limitaban a observar qué ocurría en el cerebro de un individuo cuando pensaba y sentía, y se dejaba de lado cómo era posible que comprendiera las experiencias de los demás. La llamada “revolución afectiva” de comienzos del siglo XXI consiguió darle la vuelta a la tortilla. Tanto, que ahora se vive un boom de estudios centrados en esta capacidad.

“Hace relativamente poco que se ha tomado consciencia de la naturaleza no racional del ser humano. Han aparecido un sinfín de libros y de artículos muy influyentes que nos han hecho percatarnos de la importancia de la inteligencia emocional. Y ahora hay un interés creciente en las emociones, sobre todo en aquellas implicadas en el pensamiento moral y en la acción. De ahí, en buena medida, que en la última década se hayan publicado cientos de investigaciones centradas en la empatía”, explica Arcadi Navarro, investigador en biología evolutiva y director del departamento de ciencias experimentales y de la salud de la UPF.

“Tiene lógica que sea así por la situación en que vivimos, en un momento de crisis económica y de valores”, señala Claudia Wassmann, neurocientífica alemana del Instituto Max Planck y que ahora investiga en la Universidad de Navarra gracias a una beca Marie Curie.

Para muchos científicos que se han propuesto desvelar los entresijos de la empatía, el interés no es meramente teórico. Aseguran que cuando se pueda entender cómo funciona, se podrán estimular comportamientos más empáticos y tal vez menos egoístas. Para el conocido sociólogo y economista norteamericano Jeremy Rifkin, autor de La civilización empática, esta capacidad ha sido el principal conductor del progreso humano y ha de seguir siendo así. “Necesitamos ser más empáticos si pretendemos que la especie sobreviva”, afirma rotundo.

DE LAS NEURONAS ESPEJO A LA OXITOCINA

La primera pregunta que surge es ¿hay algo en la biología humana que, igual que ocurre con el lenguaje, nos prepare para ser empáticos? Porque, en general, todos somos algo empáticos. Muchos científicos han tratado de dar una respuesta.

En los años 90, en Parma (Italia), un grupo de investigadores estudiaba el cerebro de un macaco cuando se percataron de algo que supondría un avance enorme en neurociencias y que muchos pensaron que respondía a ese enigma acerca de la capacidad empática. Vieron que una célula nerviosa del cerebro del primate se activaba tanto cuando el animal agarraba un objeto como cuando veía a otro hacerlo. Era como si la mente del mono simulara las acciones que veía, de ahí que bautizaran aquella célula como “neurona espejo”.

“¡Descubrieron la clave para entender la empatía!”, afirma Christian Keysers, investigador del Instituto de Neurociencias de los Países Bajos y autor de The Empathic Brain (El cerebro empático). “Está claro que estas neuronas son esenciales para entender cómo leemos la mente de los demás y nos contagiamos de sus emociones. Y pueden explicar muchos de los misterios del comportamiento humano. Las neuronas espejo nos conectan con otras personas, y un mal funcionamiento de estas células nos lleva a una desconexión emocional de los demás, como les ocurre a los autistas”, afirma este entusiasta científico, que está convencido de que somos empáticos por naturaleza.

No obstante, para muchos neurocientíficos las neuronas espejo son sólo parte de la película. Es cierto que se activan cuando la persona ve llorar a alguien, por ejemplo, y que los autistas, a quienes este mecanismo espejo no les funciona del todo bien, tienen comportamientos poco empáticos. Ahora bien, ¿se debe a estas neuronas la capacidad empática? “Ni mucho menos es debido a ellas que automáticamente tengamos los mismos sentimientos que otros. De ser así no habría diferencias de comportamiento entre los seres humanos cuando los hay muy empáticos y otros lo son poco o nada. 

Es una cuestión cultural. Tras nacer, vamos aprendiendo a ser empáticos”, afirma Claudia Wassmann.
¿Y si fuera una cuestión de hormonas?, plantea esta investigadora. De la misma forma que se sabe que la oxitocina, conocida como la hormona del amor, es esencial para establecer lazos y vínculos con otras personas, ¿podría estar implicada en esta capacidad?

Precisamente, Òscar Vilarroya, neurocientífico de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), estudia si la empatía de las parejas respecto a bebés llorando cambia antes del embarazo, durante y después. Y qué papel tiene la oxitocina.

¿Y qué hay de la genética? Porque numerosos laboratorios se han lanzando a buscar el “gen de la empatía”. “Cualquier cosa que se puede medir es accesible por el método científico –opina Arcadi Navarro–. Pero, ¿cómo mides la empatía? Si le pones a una persona un animal enfermo delante y le pides que lo acaricie, ¿es eso empatía? Carecemos de métodos para mesurar esta dimensión humana que no sean discutibles. Y hasta que no resolvamos esto no tiene sentido echar mano de la genética”.

¿NACEMOS EMPÁTICOS?

Entonces, ¿hay algo en nuestra biología que nos hace empáticos por naturaleza o, como defienden otros, es un aprendizaje cultural? “Tenemos que venir preparados de serie por fuerza, porque un plátano no podrá nunca llegar a ser empático y nosotros sí –sentencia Arcadi Navarro–. Ahora bien, de ahí a decir que los humanos somos empáticos por naturaleza hay un buen trecho”. Sí es cierto, agrega, que hay algunas características en los seres humanos que les hacen capaces en distintos grados de ser empáticos. Si hay que aprenderlas o las llevamos incorporadas de serie es poco relevante para este investigador. “Nos caracterizamos –recuerda– por una coevolución clara entre naturaleza y aprendizaje, genes y ambiente. Hay muchas cosas para las que estamos programados para aprender [como el lenguaje]. Tal vez por eso los bebés son menos empáticos que un adulto”.
Algunos animales también parecen demostrar cierta empatía. Jean Decety, investigador de la Universidad de Chicago y uno de los expertos más prominentes en el estudio de la moral, la empatía y la conducta prosocial, realizó un experimento: colocó a una rata atrapada en un tubo de plástico transparente, de manera que otros roedores pudieran verla. Y estos se lanzaban a intentar rescatarla, a pesar de que podían optar por ir a engullir chocolate, que les chifla. ¿Eran empáticos?

En cierta forma sí, dice Wassmann, que puntualiza que hay que distinguir diversos mecanismos dentro de la empatía. El más básico se activa al ver a otro, como cuando un bebé se pone a llorar porque ve a otro en pleno berrinche. Hay mecanismos más complejos, como el que permite identificarse con otra persona; o el que hace posible que se comprenda la situación de otra persona. Los primeros mecanismos los compartimos con los animales, el tercero es genuinamente humano. “Para desarrollar una conducta completamente empática, necesitas el córtex prefrontal, el cerebro social, propio de las personas”, dice Wassmann.

Una de las teorías neurocientíficas con más peso señala que el cerebro social del que habla Wassmann se formó hace unos 3,5 millones de años, cuando los primeros humanos salieron de la selva y empezaron a necesitar una mente más compleja que les permitiera pensar en los demás, en sus congéneres. Ser empáticos para sobrevivir.

“Hay una hipótesis que usa una metáfora bíblica y afirma que debemos nuestro cerebro al hecho de que nos expulsaron del paraíso”, señala Òscar Vilarroya, impulsor de la cátedra El cerebro social, de la UAB. En un momento determinado, nuestros ancestros se quedaron en la frontera entre la selva y la sabana y en esa situación era esencial la confianza en los demás integrantes del grupo para avanzar, porque había innumerables peligros. “Era clave interpretar la conducta del otro y la empatía permitió desarrollar una herramienta de pensamiento social muy potente para entender qué pasa a tu alrededor y actuar en tu beneficio o el de los tuyos”, dice el neurocientífico.

UN MUNDO MEJOR

¿Y si se pudiera enseñar a la humanidad a ser más empática? “Nos iría todo mucho mejor”, bromea Wassmann. Explica que en Alemania ya desde la guardería se trata de educar a los niños en esta cualidad, como también hacen en nuestro país las escuelas que aplican educación emocional. Otra científica alemana, Tania Singer, va más allá. No sólo está convencida de que se puede potenciar la empatía sino estimular la compasión en la sociedad. Afirma, sin miedo a parecer utópica, que así se conseguirá un mundo mejor.

Singer es investigadora del Instituto Max Planck de Neurociencias Cognitivas en Lepizig (Alemania) y está considerada una de las neurocientíficas sociales más influyentes, pionera en el estudio de la empatía. En el 2004, estando en el University College London, publicó en la revista Science los resultados de una investigación hecha con parejas para analizar la reacción de alguien que ve sufrir a quien ama. Ponía a las dos personas una frente a la otra y mientras una sufría una pequeña descarga eléctrica en la mano, se escaneaba el cerebro de la otra.

Así vio que se activaban diversas áreas en el cerebro relacionadas con el dolor y con las percepciones, como el córtex sensoriomotor y la ínsula. Y para su sorpresa, también algunas de las que hacen exclamar “¡ay!” cuando eso le ocurre a uno mismo. “Ese solapamiento es la raíz de la empatía”, aseguraba Singer. Esta neurocientífica se ha embarcado ahora en el estudio de la compasión, un concepto que aunque a menudo se suele usar como sinónimo de empatía, va un poco más allá. Para ello, ha escaneado el cerebro de un monje budista a quien pidió que se centrara en sentimientos de compasión. Descubrió sorprendida que se activaban aquellas áreas relacionadas con el amor romántico o la recompensa, como el núcleo accumbens o el estriado ventral.

Singer repitió la prueba, pero esta vez pidió al budista que se centrara en algo más concreto y este pensó en los niños de un orfanato de Rumanía que había visto en un documental televisivo. Entonces se activaron en su cerebro las mismas áreas identificadas en estudios anteriores sobre la empatía.
Si se puede entender qué ocurre, se puede fomentar, asegura esta investigadora, quien también usa videojuegos en los que confronta a un grupo de voluntarios con situaciones en que deben mostrarse empáticos para observar todas sus reacciones en el cerebro. De momento, ya ha visto que se activan dos patrones bien diferenciados: o bien un sentimiento vinculado a la dopamina y a los circuitos de recompensa del cerebro. O bien la llamada “red de afiliación”, que entra en funcionamiento al ver una persona la foto de su hijo o su pareja, y en la que están implicados la oxitocina y algunos opiáceos.

Singer, que en el último Foro Económico Mundial de Davos defendió una economía protectora, basada en la cooperación y la compasión en lugar de en la competición, estudia ahora si con actividades como la meditación es posible fomentar la empatía y la compasión. Si conseguimos entender esta característica humana y entrenarla, insiste, seguramente podremos lograr una sociedad mejor.
 

sábado, 24 de mayo de 2014

Religión y cerebro

Siempre se ha dudado si la religión era discurso cultural o el resultado de la evolución cerebral. Los científicos no afirman ni invalidan las creencias de cada uno, pero aclaran que es la actividad cerebral la que permite creer y que esa actividad diferencia al que cree del que no

LA VANGURADIA ES  09/05/2014 Última actualización
Religión y cerebro
Judíos ortodoxos rezan en el muro de las Lamentaciones en Jerusalén Thomas Kölher

Cervell de sis: David Bueno, Enric Bufill, Francesc Colom, Diego Redolar, Xaro Sánchez, Eduard Vieta

Uno de los monumentos más visitados por los turistas que acuden a Barcelona es la Sagrada Família. No es excepción: cualquier lugar que visitemos sin duda esconde un monumento religioso digno de ser visto: el monasterio del Escorial; el Sacré Coeur de París; los templos hindúes de Ellora; la estupa budista de Boudhanath en Katmandú; el muro de las Lamentaciones y la mezquita de Al Aqsa en Jerusalén... ¿Por qué todas las culturas han tenido y tienen creencias religiosas, al margen del aparente aumento de personas que se declaran agnósticas o ateas? ¿Es sólo un constructo cultural, o nuestro cerebro tiene algo que ver? Y si fuera así, ¿tener creencias religiosas tiene algún valor adaptativo? Sin duda es un tema controvertido, especialmente para los más creyentes, pero un puñado de estudios recientes ha arrojado luz sobre esta cuestión. Los datos obtenidos no invalidan ni tampoco afirman las creencias religiosas particulares de cada persona, pero nos permiten comprender un poco mejor la esencia humana.

La importancia evolutiva de la abstracción mental Una de las características comunes a todas las religiones es que incluyen procesos de abstracción mental. Por lo tanto, para entender en qué cree nuestro cerebro es preciso analizar cuándo y por qué surgió esta capacidad. Las primeras evidencias del género Homo provienen del este de África, hace unos 2,3 millones de años. Se distinguían de sus ancestros por su morfología dental, por contar con cerebros más grandes y por iniciar la industria lítica (manipulación de las piedras). En la construcción de estos instrumentos líticos subyace un primer inicio de abstracción, puesto que antes de tallarlos es necesaria una representación mental de su forma y potencial utilidad, y también anticipar las necesidades futuras. El entierro de los muertos también da testimonio de la capacidad de manejar conceptos abstractos. Con independencia de los fines utilitarios de las prácticas funerarias, algunos autores han sugerido que también podrían haber estado motivadas por atribuciones de tipo religioso, por ejemplo con la pretensión de facilitar el tránsito a otra vida. Si esto fuera así, sería necesario contar con un cerebro cuya constitución y funcionamiento permitiera un pensamiento simbólico suficientemente desarrollado.

No obstante, se considera que las formas más avanzadas de abstracción mental son las relacionadas con el arte, el cual no surgió hasta la llegada de nuestra especie, el Homo sapiens. En Europa sucedió al inicio del paleolítico superior, hace unos 40.000 años, como se deduce de las pinturas y grabados en cuevas y abrigos, de las esculturas y de la fabricación de pequeños objetos transportables, que en conjunto constituyen los denominados arte parietal y mobiliar respectivamente. Así pues, posiblemente los fundamentos de las ideas religiosas, como el miedo a la muerte y a lo desconocido, a lo imprevisto, a lo irreparable y a lo inexplicable, tienen su origen en estas capacidades.

¿Qué es lo que llevó a las personas del paleolítico superior a elaborar obras de arte? Se han apuntado diferentes razones: podrían constituir un vehículo para dejar constancia de la posición social de los autores en el grupo, cumplir una finalidad mágica para facilitar la caza o promover la fecundidad, fomentar la creación de instrumentos para ser intercambiados entre grupos diseminados de cazadores, o simplemente ser un mecanismo para imitar las formas naturales o expresar las emociones y las experiencias interiores del autor. No obstante, el arte también pudo haber nacido como respuesta al miedo a lo desconocido y la necesidad de intentar plasmar lo inexplicable y lo ignoto para hacerlo menos transcendente, y para ayudar a dar sentido a la vida y la existencia de una especie dotada de una arquitectura cerebral que le permitía tener conciencia de sí misma. Antes de la escritura, muy reciente en términos históricos, el arte pudo haber constituido el principal elemento para representar el pensamiento simbólico.

El arte mobiliar del paleolítico se caracteriza por un conjunto de piezas (útiles, armas, adornos), entre las que aparecen objetos de carácter probablemente religioso, como esculturas, plaquetas y huesos grabados. De todas formas, es el arte parietal (rupestre) el que queda más vinculado a lo religioso. A este arte le sucedió el del neolítico, el de las primeras sociedades productoras. A partir de aquí, y a lo largo de la historia, el arte ha ido cambiando con las culturas, reflejando la sociedad, su estructura, creencias y cambios. También cabe destacar que en la historia de la humanidad los fines religiosos del arte no han estado reñidos con los utilitarios y estéticos, en tanto que una belleza sobrecogedora ayuda a asegurar la efectividad de lo mágico y lo espiritual.

El hecho de que las creencias y las prácticas religiosas se puedan encontrar en todos los grupos humanos ha llevado a algunos autores a sugerir que podrían haber desempeñado un papel de cardinal importancia en el desarrollo social de nuestra especie, en lo que respecta a la facilitación y estabilización de la cooperación entre grupos humanos, pudiendo haberse convertido en objeto de selección cultural. Un hecho que apoya esta hipótesis es que los grupos religiosos parecen durar más tiempo que los grupos no religiosos. Sin embargo, a pesar de las características diferenciales entre las distintas religiones a lo largo de la historia, no suele haber diferencias en cómo las personas realizan juicios morales o de contenido ético, lo que también ha llevado a sugerir que la religión pudo haber surgido a partir de funciones cognitivas preexistentes que, en su caso, podrían haber sido objeto de selección natural, creando un sistema capaz de solventar, de forma adaptativa, el problema de la cooperación grupal.

La idea de Dios altera el cerebro Varios trabajos han demostrado que las experiencias místicas en las que uno dice encontrarse en un estado de unión con Dios se correlacionan con determinados estados de actividad cerebral, que afectan a varias regiones cerebrales y sistemas neurales. Incluso algunos estudios han hallado una relación entre las experiencias religiosas y espirituales y un tipo concreto de epilepsia que afecta al lóbulo temporal medial. Esto no debería sorprender, ya que este tipo de estados son muy complejos e implican marcados cambios somáticos, viscerales, perceptivos, cognitivos y emocionales. Por ejemplo, se ha visto que la activación del lóbulo temporal medial, vinculado con la memoria, parece estar relacionada con la impresión subjetiva de contacto con una realidad espiritual.

También se activa el núcleo caudado, que se ha relacionado con la felicidad y el amor, lo que correspondería con los sentimientos de júbilo y amor incondicional que se experimentan durante las experiencias espirituales. Asimismo, una región de la corteza cerebral denominada ínsula podría determinar las respuestas somáticas y viscerales asociadas con estos sentimientos, y la activación de la corteza parietal durante las experiencias místicas podría reflejar la modificación de los esquemas corporales de algunas personas durante esas experiencias

De todas las regiones cerebrales que se han relacionado con las experiencias religiosas, la que parece desempeñar un papel más cardinal es la corteza prefrontal. Se trata de una región muy importante para el cumplimiento y la adecuación de las normas sociales, los procesos de reflexión y la inferencia de los estados mentales de las otras personas, unos aspectos que podrían ser necesarios para mantener una actividad religiosa integrada. Así, la corteza prefrontal sería la encargada de hacer consciente a la persona de ese estado y de sus sentimientos, y de reportarle una experiencia emocional placentera.

También cabría preguntarnos si el cerebro de una persona religiosa puede diferir anatómicamente del cerebro de otra no religiosa. Se ha podido comprobar que las personas que experimentan una relación íntima con Dios presentan un mayor volumen en una porción concreta de la corteza cerebral, la denominada circunvolución temporal media del hemisferio derecho. Resumiendo: sin cerebro no hay religión.

Un sistema de creencias La conducta humana está guiada por el sistema de creencias. Desde un punto de vista cognitivo, la asimilación de una creencia implica dos fases. Primero se necesita una representación mental que hace que la creencia se adquiera, y después se lleva a cabo un análisis que evalúa dicha creencia y la pone en tela de juicio. Una región del cerebro implicada en el procesamiento de la información emocional y afectiva, nuevamente la corteza prefrontal, es crítica para la fase de evaluación de la creencia. Precisamente, ciertas lesiones en esta región hacen que los afectados sean más susceptibles a las creencias dogmáticas y muestren más tendencia al autoritarismo y al fundamentalismo religioso.

Estos datos coinciden con lo que sabemos sobre el desarrollo del cerebro. ¿Quién no se ha dado cuenta de la facilidad que tienen los niños para creerse las cosas? Creer en los Reyes Magos, gnomos, elfos, el hombre del saco y otras criaturas mágicas es algo muy vinculado a la infancia. Pues bien, resulta que la corteza prefrontal de los niños se encuentra desproporcionadamente inmadura en comparación con otras regiones cerebrales. Esto podría explicar su predisposición a creerse las cosas, y también a mostrar una gran deferencia por el autoritarismo en los juicios morales. Estas conductas se pierden a medida que la corteza prefrontal madura. No obstante, durante la vejez el funcionamiento de la corteza prefrontal suele verse comprometido, haciendo de las personas ancianas un blanco más fácil para el engaño por tender a creerse las cosas con más facilidad.
El sistema de creencias religiosas presumiblemente interactúa con otros sistemas de creencias y con la adquisición de valores sociales y morales, y nos ayuda a determinar la selección de nuestras metas a largo plazo, el control de la propia conducta y el equilibrio emocional, lo que posiblemente justifique su utilidad social o, al menos, su pervivencia en todas las sociedades.

Depresión y religión Diferentes trabajos científicos han encontrado también una asociación inversa entre depresión y religiosidad. En un estudio en que se siguió a un grupo de voluntarios durante más de 30 años, se puso de manifiesto que las personas que dan más importancia a la religión presentan una corteza cerebral más gruesa en diferentes regiones del cerebro. Curiosamente, este aumento en el tejido cerebral podría conferir una mayor resistencia a la depresión a las personas que tienen un riesgo familiar alto de desarrollarla. Dicho de otra manera, la importancia que la religión tiene en la vida de una persona podría ayudar a las más vulnerables y predispuestas a desarrollar depresión, proporcionándoles cierta resistencia neuroanatómica.

Algunos estudios consideran que la religiosidad es un verdadero rasgo de personalidad, una tendencia estable de manera de ser, que en parte es innata (hasta un 40% según estudios con gemelos) y en parte influida por la biografía personal. Además esos rasgos parecen tener un lugar en el cerebro. Por ejemplo, en un estudio realizado el 2006, se escaneó el cerebro de quince monjas carmelitas de una comunidad de Canadá mientras reproducían la vivencia de “gozo y plenitud en la unión con Dios”. Las imágenes resultantes pusieron de manifiesto una activación neuronal similar a la que se da en personas enamoradas sintiendo gozo y bienestar, incluyendo una desconexión del exterior y poca reflexión al mirar fotografías de sus seres amados.

Química y genética de la espiritualidad También la química y la genética del cerebro aportan datos interesantes sobre la capacidad espiritual de nuestra especie. Por ejemplo, se ha visto que los niveles cerebrales de dopamina se encuentran elevados durante la vivencia de una experiencia religiosa intensa, lo que puede explicar algunos cambios que se generan en la percepción de los estímulos sensoriales y del paso del tiempo, que suele devenir muy rápido durante dichas experiencias. La dopamina realiza muchas funciones en el cerebro, incluyendo papeles importantes en el comportamiento, la cognición, la motivación y la recompensa, el aprendizaje y la regulación del estado de ánimo. En base a esta química, a nivel cerebral la religión puede ser también un mecanismo de autorregulación del propio estado de ánimo. Sobrevivir en condiciones difíciles precisa de trucos para no desfallecer cuando las circunstancias no son favorables. Así que creer en alguna cosa puede ayudarnos a tirar adelante.

¿Y qué nos pueden explicar los genes de la espiritualidad y la religión? Hay un gen, el DRD4, que está implicado en mediar la neurotransmisión de la dopamina en la corteza cerebral. Este gen presenta diferentes variantes que predisponen a manifestar conductas antisociales, sentir atracción por la búsqueda de novedades y el riesgo, y a rehuir las convenciones sociales y las causas pro sociales. Otras variantes, en cambio, están relacionadas con rasgos diametralmente opuestos. Se ha visto que algunas de estas variantes pueden hacer que las personas sean más susceptibles a las influencias del ambiente y la religión, fomentando las conductas pro sociales en entornos que promuevan a ello. De forma añadida también se ha visto que las personas que actúan pro socialmente porque esto les hace sentirse bien, presentan una variante específica de este gen que genera un mayor nivel de señal de dopamina, en comparación con las personas que se comportan de forma pro social solo cuando el entorno les empuja a ello, como sería el caso del contexto religioso.

De hecho, los estados mentales que cursan con un aumento de dopamina en las áreas prefrontales del cerebro, como por ejemplo la manía propia del trastorno bipolar, con frecuencia van acompañadas de ideas místicas y mesiánicas; dicho de otro modo, a mayor producción de dopamina, mayor tendencia a desplazar el pensamiento hacia temas trascendentes y a querer salvar a la humanidad. No es éste el único gen que se ha relacionado con la capacidad espiritual y la religiosidad. Hace algunos años, en el 2005, se describió otro gen, denominado VMAT2 pero que informalmente se llamó “el gen de Dios”, cuyas diferentes variantes pueden predisponer hacia un mayor o menor grado de sentimientos espirituales. La función de este gen es empaquetar algunos neurotransmisores en las neuronas del cerebro, como por ejemplo la serotonina y la dopamina, y dejarlos a disposición de ser secretados para activar determinadas redes neurales. Es interesante destacar que VMAT2 se ha relacionado también con el optimismo, una característica humana que contribuye a la pervivencia de las personas y las sociedades en tiempos difíciles, lo que podría dar un sentido adaptativo a la espiritualidad, que entonces se vería favorecida por la selección natural.

En definitiva, la conducta religiosa es un fenómeno exclusivamente humano del que no se ha encontrado un equivalente en otras especies animales. Se trata de algo universal, en tanto que está presente en todas las culturas modernas y, por los vestigios arqueológicos que disponemos, podemos decir que ha sido evidente en todos los períodos de la historia y de la prehistoria, desde el surgimiento de los procesos mentales de abstracción. Desde diferentes disciplinas se ha intentado explicar el origen de esta conducta, con resultados sorprendentes pero al mismo tiempo coherentes. Quizás lo que nos hace más humanos sea la conciencia de nuestra propia existencia, lo que a su vez comporta el conocimiento de la muerte y, en consecuencia, el recurso a la abstracción y racionalización por el temor que nos suscita. Creemos porque queremos y porque necesitamos creer, y no hay nada malo en ello. Como apuntábamos al inicio de este reportaje, estos datos no invalidan ni tampoco afirman las creencias religiosas de cada persona, ni restan importancia a nuestras necesidades espirituales. Otra cosa, sin embargo, es el uso que se pueda hacer de dichos sentimientos, no siempre tan noble como cabría esperar.

Cervell de Sis: David Bueno, doctor en Biología; Enric Bufill, neurólogo; Francesc Colom, doctor en Psicología; Diego Redolar, doctor en Neurociencias; Xaro Sánchez, doctora en Psiquiatría, y Eduard Vieta, doctor en Psiquiatría

martes, 6 de mayo de 2014

No és el talent, és l'esforç

L'actitud davant l'aprenentatge és tan important com l'habilitat innata per a l'èxit acadèmic

LA VANGUÀRDIA Tendències | 06/05/2014 - 00:00h
Josep Corbella

Com millorar l'educació
 
GRAN ESTUDI El resultat es basa en un seguiment de més de 5.000 alumnes del parvulari a l'institut
FAMÍLIES I ESCOLA La investigació posa en relleu el paper de la família en el resultat acadèmic dels nens

L'esforç és més important que el talent per tenir bones notes a l'escola, segons una investigació realitzada als Estats Units que ha analitzat la trajectòria de més de 5.000 alumnes des del parvulari fins a l'institut.

La investigació es va dissenyar per aclarir per què els nord-americans d'origen asiàtic tenen més bons resultats acadèmics que aquells que són descendents d'europeus. De les diferents variables analitzades, la que té una relació més estreta amb les notes és l'actitud dels alumnes davant l'aprenentatge. En canvi, les habilitats cognitives no expliquen les diferències que s'han observat entre alumnes d'origen asiàtic i europeu.

"Els alumnes nord-americans-asiàtics tendeixen a veure les habilitats cognitives com a qualitats que es poden desenvolupar a través de l'esforç, mentre que els nord-americans blancs tendeixen a veure-les com a qualitats innates" que no es poden modificar, escriuen els autors de la investigació a PNAS, on aquesta setmana presenten els seus resultats.

La investigació posa en relleu el paper de l'entorn familiar en els resultats acadèmics dels alumnes, ja que són els principis que s'inculquen als nens a casa els que després condicionen les seves actituds a l'escola. Els resultats es presenten en un moment en què la nova llei d'educació espanyola, la Lomce, popularment coneguda com a llei Wert, redueix la influència de les famílies en la formació acadèmica dels alumnes (vegeu La Vanguardia d'ahir).

Estudis anteriors han observat que, als Estats Units, els alumnes d'origen asiàtic solen tenir millors notes que els descendents d'europeus; els asiàtics tenen més probabilitat d'arribar al final de l'educació secundària i accedeixen amb més facilitat a universitats d'elit.

Per explicar aquest èxit acadèmic, s'han proposat diferents hipòtesis. Alguns investigadors han suggerit que l'estabilitat matrimonial i el nivell econòmic acomodat de les famílies d'origen asiàtic afavoreixen el bon rendiment dels seus fills a l'escola. D'altres, que els alumnes asiàtics tenen una habilitat innata per a assignatures relacionades amb les matemàtiques. Uns tercers, que tenen una ètica del treball i una motivació pels estudis que els porten a esforçar-se més. Cap d'aquestes hipòtesis, però, no ha estat demostrada fins ara.

Els sociòlegs Yu Xie, de la Universitat de Michigan, i Amy Hsin, de la City University de Nova York, han analitzat dades de 4.246 alumnes descendents d'europeus i 944 d'origen asiàtic per aclarir quines d'aquestes hipòtesis són correctes i quines han de ser descartades com a tòpics sense fonament.

Han observat, en primer lloc, que les diferències entre les notes dels dos grups s'amplien a mesura que els alumnes van creixent. Si als sis anys les notes són gairebé iguals, als quinze les diferències són manifestes (vegeu l'infogràfic adjunt).

A partir d'avaluacions dels professors sobre les ganes d'aprendre dels alumnes, el seu nivell d'atenció a classe i la seva persistència davant l'esforç, Xie i Hsing han comprovat que les diferències de motivació i actitud també s'amplien a mesura que els nens creixen.

En canvi, quan s'analitzen les habilitats cognitives dels alumnes a partir de tests de matemàtiques i llenguatge, les diferències es redueixen amb l'edat. Encara que a la primera infantesa els nens asiàtics tenen resultats una mica millors en aquests tests, les diferències acaben desapareixent quan els alumnes arriben a secundària.

"La nostra investigació mostra que els asiàtics nord-americans tenen més bones notes no perquè siguin més intel·ligents, sinó perquè treballen més -va declarar ahir Amy Hsin per correu electrònic-. L'habilitat té un paper relativament petit en l'èxit acadèmic en comparació amb l'esforç".

Això no significa que el talent individual de cada alumne sigui irrellevant. La investigació s'ha basat en grans mostres d'alumnes, no en alumnes individuals. És en el conjunt de les poblacions on el talent s'iguala i, per tant, on la diferència està en l'esforç. A nivell individual, sí que hi ha diferències d'aptituds entre alumnes que influeixen en els seus resultats. Però la investigació mostra que, independentment de si a un alumne li costa més o menys rendir a l'escola, un plus de motivació i d'esforç li permetrà polir els seus talents i millorar els seus resultats.

"La creença que l'èxit no està predestinat sinó que és el fruit del treball dur" explica aquest plus de motivació i esforç en fills de famílies asiàtiques, escriuen els investigadors a PNAS. En una enquesta a alumnes de 15 anys, Xie i Hwang han comprovat que els adolescents d'origen asiàtic solen declarar-se d'acord amb la frase "es pot aprendre a ser bo en matemàtiques". Els que són descendents d'europeus, en canvi, solen estar d'acord amb "cal haver nascut amb una habilitat per ser bo en matemàtiques".

La actitud ante el aprendizaje es tan importante como la habilidad innata para el éxito académico

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GRAN ESTUDIO 
Se ha hecho con 5.236 alumnos seguidos desde el parvulario hasta el instituto
 
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La investigación pone en valor el papel de la familia en el resultado académico de los niños

El esfuerzo es más importante que el talento para tener buenas notas, según una investigación realizada en Estados Unidos que ha analizado la trayectoria de más de 5.000 alumnos desde el parvulario hasta el instituto.

La investigación se diseñó para aclarar por qué los americanos de origen asiático tienen mejores resultados académicos que los descendientes de europeos. De las distintas variables analizadas, la que tiene una relación más estrecha con las notas es la actitud de los alumnos ante el aprendizaje. En cambio, las habilidades cognitivas no explican las diferencias entre alumnos de origen asiático y europeo.

"Los alumnos americanos-asiáticos tienden a ver las habilidades cognitivas como cualidades que se pueden desarrollar a través del esfuerzo, mientras que los americanos blancos tienden a verlas como cualidades innatas" que no se pueden modificar, escriben los autores de la investigación en la publicación PNAS, donde esta semana presentan sus resultados.

La investigación pone en valor el papel del entorno familiar en los resultados académicos de los alumnos, ya que son los principios que se inculcan a los niños en casa los que después condicionan sus actitudes en la escuela. Los resultados se presentan en un momento en que la nueva ley de educación española, la Lomce, reduce la influencia de las familias en la formación académica de los alumnos (véase La Vanguardia de ayer).

Estudios anteriores han observado que, en Estados Unidos, los alumnos de origen asiático suelen tener mejores notas que los descendientes de europeos; los asiáticos tienen más probabilidad de llegar al final de la educación secundaria y acceden con más facilidad a universidades de élite.

Para explicar este éxito académico, se han propuesto distintas hipótesis. Algunos investigadores han sugerido que la estabilidad matrimonial y el nivel económico acomodado de las familias de origen asiático favorecen el buen rendimiento de sus hijos en la escuela. Otros, que los alumnos asiáticos tienen una habilidad innata para asignaturas relacionadas con las matemáticas. Unos terceros, que tienen una ética del trabajo y una motivación por los estudios que les llevan a esforzarse más. Ninguna de estas hipótesis, sin embargo, ha sido demostrada hasta ahora.

Los sociólogos Yu Xie, de la Universidad de Michigan, y Amy Hsin, de la City University de Nueva York, han analizado datos de 4.246 alumnos descendientes de europeos y 944 de origen asiático para aclarar cuáles de estas hipótesis son correctas y cuáles deben ser descartadas como tópicos sin fundamento.

Han observado, en primer lugar, que las diferencias entre las notas de los dos grupos se amplían a medida que los alumnos crecen. Si a los seis años las notas son casi iguales, a los quince las diferencias son manifiestas (véase gráfico).

A partir de evaluaciones de los profesores sobre las ganas de aprender de los alumnos, su nivel de atención en clase y su persistencia ante el esfuerzo, Xie y Hsin han comprobado que las diferencias de motivación y actitud también se amplían a medida que los niños crecen.

En cambio, cuando se analizan las habilidades cognitivas de los alumnos a partir de tests de matemáticas y lenguaje, las diferencias se reducen con la edad. Aunque en la primera infancia los niños asiáticos tienen resultados algo mejores en estos tests, las diferencias acaban desapareciendo cuando los alumnos llegan a secundaria.

"Nuestra investigación muestra que los asiáticos americanos tienen mejores notas no porque sean más inteligentes sino porque trabajan más duro", declaró ayer Amy Hsin por correo electrónico. "La habilidad tiene un papel relativamente pequeño en el éxito académico en comparación con el esfuerzo".

Esto no significa que el talento individual de cada alumno sea irrelevante. La investigación se ha basado en grandes muestras de alumnos, no en alumnos individuales. Es en el conjunto de las poblaciones donde el talento se iguala y, por lo tanto, donde la diferencia está en el esfuerzo. A nivel individual, sí hay diferencias de aptitudes entre alumnos que influyen en sus resultados. Pero la investigación muestra que, independientemente de si a un alumno le cuesta más o menos rendir en la escuela, un plus de motivación y de esfuerzo le permitirá pulir sus talentos y mejorar sus resultados.

"La creencia de que el éxito no está predestinado sino que es el fruto del trabajo duro" explica este plus de motivación y esfuerzo en hijos de familias asiáticas, escriben los investigadores en PNAS. En una encuesta a alumnos de 15 años, Xie y Hwang han comprobado que los adolescentes de origen asiático suelen declararse de acuerdo con la frase "se puede aprender a ser bueno en matemáticas". Los que son descendientes de europeos, en cambio, suelen estar de acuerdo con "hay que haber nacido con una habilidad para ser bueno en matemáticas".


Los 12 errores de los padres


Escuela: los 12 errores de los padres

La mayoría de padres y madres da mucha importancia a los estudios de sus hijos y aspira a convertirlos en jóvenes brillantes. Pero no siempre tienen claro su papel en el aprendizaje escolar y a menudo adoptan conductas erróneas para la educación del hijo

ES | 27/09/2013 Mayte Rius 

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En la sociedad actual se concede mucha relevancia a la formación y a las calificaciones académicas y a menudo se relacionan la implicación y actuación de los padres en los estudios de sus hijos con los resultados escolares que estos obtienen. La consecuencia es que muchos padres y madres se vuelcan en la educación de sus hijos e invierten en ella ingentes cantidades de dinero, tiempo y emociones. Sin embargo, los resultados no siempre son los esperados, como evidencian las elevadas tasas de fracaso escolar. Según los expertos en educación, la ausencia de recompensa a tanto esfuerzo a menudo tiene que ver con la desorientación de los padres sobre cuál ha de ser su papel en el aprendizaje de los hijos, que les lleva a cometer errores que lastran su educación.

En unos casos son conductas que no tienen que ver específicamente con los estudios sino con el estilo educativo de la familia, con comportamientos tan recurrentes a la hora de educar como la sobreprotección, la falta de límites, la negatividad o los malos ejemplos, a los que se hacía referencia en Los 12 errores más comunes de los padres, reportaje publicado en estas mismas páginas el pasado 23 de febrero. Pero otros fallos muy reiterados están relacionados con el desconocimiento de la respuesta más adecuada a preguntas como: ¿han de estudiar los padres con los hijos? ¿Y ayudarles con los deberes? ¿Preguntarles la lección? ¿Revisar y corregir los trabajos escolares antes de que los entreguen? ¿Premiar las notas? ¿Poner tareas extras si el maestro exige poco? ¿Buscar profesores particulares? ¿Controlar sus agendas escolares? ¿Hablar con el profesor? ¿Estimularles con actividades extraescolares?

A partir de sus experiencias profesionales, Joan Domènech, director del colegio Fructuós Gelabert de Barcelona; Benjamí Montenegro, del Equip Psicológic del Desenvolupament de l’Individu, y Ángel Peralbo, responsable del área de adolescentes del centro de psicología Álava Reyes, consideran que los desaciertos más habituales de los padres vinculados con el aprendizaje y la educación escolar de los hijos son los siguientes:

1. Ejercer de maestros Son muchos los padres que ayudan a sus hijos a hacer los deberes, que estudian con ellos y les explican la lección, que corrigen sus trabajos. Sin embargo, psicólogos, pedagogos y profesores coinciden en que es un error pretender ser padre y maestro a la vez, entre otras razones porque acostumbra a provocar situaciones conflictivas prácticamente a diario y el tiempo de estudio se convierte en una tortura para padres e hijos. Ángel Peralbo explica que, además, "si los niños se acostumbran desde pequeños a tener a alguien por encima de ellos para trabajar se vuelven dependientes y en lugar de desarrollar la necesaria proactividad en los estudios, se relajan y esperan, y acaban necesitando a alguien que les tutorice constantemente".

Benjamí Montenegro subraya que "el papel de los padres es el de auditores: han de controlar que el trabajo esté hecho, que la letra es correcta, que se respetan las reglas de presentación, que no se dejan cosas sin hacer, pero no entrar en el contenido porque las tareas escolares son para que los hagan los alumnos solos y así trabajar su autonomía". Advierten los expertos que eso no significa que si un niño pregunta a sus padres algo que no sabe o no entiende, no le ayuden facilitándole pistas o herramientas para que busque la respuesta. Y en los casos de chavales que tienen dificultades, que necesitan un refuerzo o que les vuelvan a explicar los contenidos, su consejo es recurrir a un profesor particular o a un psicopedagogo.

Joan Domènech cree que el papel de los progenitores es acompañar el aprendizaje de los hijos, pero enfatiza que hay una serie de competencias cuya enseñanza compete a la escuela y si los padres tratan de hacerlo, interfieren en el aprendizaje. "Los padres no tienen que enseñar a los hijos a multiplicar ni comprarles cuadernos para practicar multiplicaciones porque eso es cosa de la escuela; lo que compete a los padres es compartir con sus hijos situaciones cotidianas en que las operaciones matemáticas deban utilizarse, como ir a la compra, hacer cálculos aproximativos de si tienen bastante dinero para comprar algún artículo, etcétera".

2. Querer Einsteins "Un rasgo muy habitual en las familias actuales es el afán de sobreestimular a los niños, desde bebés, para que desarrollen rápidamente sus capacidades, y eso se traduce en llenar la cuna de artilugios, en un abuso de los juegos didácticos, en querer que sepan leer y escribir con cuatro años o en apuntarles a un montón de actividades extraescolares para descubrir y potenciar su talento", afirma Domènech. Y explica que ese afán de que sepan muchas cosas y cuanto antes mejor provoca una sobreestimulación que, lejos de lograr una evolución cognitiva más rápida y talentos por encima de lo normal, suele tener efectos contraproducentes en forma de problemas de atención, de falta de concentración, de hiperactividad…

Esta aspiración generalizada de hijos-genios dificulta, por otra parte, que algunos padres asuman la capacidad real de sus hijos o acepten sus limitaciones. "Abundan los casos donde el nivel de exigencia de los padres supone un listón demasiado alto para el niño en cuestión y eso puede provocar desmotivación, crecientes resistencias e incluso una baja autoestima que haga cada vez más difícil todo lo relacionado con el estudio", advierte el psicólogo Ángel Peralbo.

Benjamín Montenegro pone como ejemplo los padres que imponen actividades extraescolares intelectuales a niños con dificultades académicas. "Hay niños que en el colegio tienen problemas con las lenguas y encima les apuntan a clases extraescolares de idiomas, y otros a los que les cuestan las matemáticas y al salir del cole han de ir a clases de música y solfeo; lo único que se consigue con eso es sobresaturar al chaval, que se aclare aún menos y que se frustre porque no puede cubrir las expectativas que están puestas sobre él", alerta.

3. Focalizar todo en los estudios Los educadores aseguran que una frase muy reiterada entre los estudiantes es: "Mis padres sólo se interesan por mi rendimiento escolar; lo demás no les importa nada". La queja no siempre es objetiva, pero los psicólogos aseguran que refleja fielmente lo que ocurre en algunas familias, en especial cuando surgen dificultades o los hijos no obtienen los resultados académicos esperados. "Los estudios ocupan el mayor porcentaje de las preocupaciones familiares y, por tanto, de las conversaciones del día a día, y muchos padres hacen que los estudios monopolicen la vida de los hijos; y si bien lo académico es la actividad que más tiempo les ocupa y la mayor responsabilidad de los chavales, son también esenciales otras muchas facetas de desarrollo, como los deportes, todo tipo de actividades lúdico culturales, el ocio, los planes y las responsabilidades familiares, los amigos y las relaciones sociales, la afectividad dentro y fuera del ámbito de la familia…", comenta Peralbo.

4. Premiar las notas Un recurso habitual de los padres para animar a los hijos a estudiar es prometerles grandes regalos si aprueban o si sacan buenas notas. Sin embargo, los especialistas en educación lo consideran un error. "Si buscamos estímulos de este tipo, es que algo falla, porque el niño no debería necesitar premios externos y materiales para disfrutar con el aprendizaje; su mejor estímulo debería ser descubrir cosas nuevas, plantearse retos y desarrollar sus intereses", afirma el director de la escuela Fructuós Gelabert. Los educadores consideran que las buenas notas se han de elogiar, aplaudir e incluso celebrar, pero nunca comprar, porque se convierte al niño en esclavo del estímulo material y, si a pesar de la recompensa prometida no triunfa, su sensación de fracaso y su malestar es mayor porque además de no conseguir su meta escolar se ha quedado sin regalo.

El psicólogo Benjamí Montenegro alerta especialmente sobre los premios imposibles, como prometer a un adolescente que ha suspendido siete asignaturas una moto si finalmente aprueba todo. "Es una salvajada que genera frustración en el chico y que a menudo deja en entredicho a los padres cuando el chaval se entera de que le han ofrecido el premio después de hablar con el profesor y saber que es más que probable que repita curso", detalla. En cambio, opina que premiar las notas puede estar justificado en casos excepcionales "como el de un chaval disléxico sin adaptación curricular que consigue un bien en un examen de lengua".

En relación con las notas, Montenegro destaca otro error recurrente de los padres: valorarlas a bote pronto. "Llegan las notas y, con ellas en la mano, empezamos a hacer valoraciones, positivas o negativas, y eso no es correcto; hay que darse un día o dos de reflexión, enfriarse y hablar de ellas y tomar decisiones con tranquilidad", explica. Los educadores subrayan que, en lugar de abroncar por las notas, el papel de los padres debe ser enseñar a tolerar la frustración y el fracaso y ayudar al hijo a que tome conciencia de la causa y adopte posibles soluciones para el futuro.

5. Disfrazar la falta de esfuerzo de trastorno Otra conducta recurrente y negativa entre los progenitores es, según los expertos, buscar siempre trastornos neurológicos detrás de los fracasos escolares de sus hijos. "Hay muchos niños que son incapaces de esforzarse en hacer los deberes o en estudiar porque son vagos, y eso es inmadurez, no un trastorno mental, y a veces se intenta disfrazar esa vaguería como intolerancia a la frustración o intolerancia al estrés cuando lo que tienen es falta de autonomía", indica Montenegro. Y añade que la prueba es que esos chavales que no son capaces de esforzarse con las tareas escolares también son incapaces de ordenar su habitación, de prepararse el bocadillo de la merienda o de calentarse la comida cuando regresan del instituto.

Ángel Peralbo subraya que, en muchos casos, "el error de los padres es no darse cuenta de que detrás de la falta de esfuerzo y motivación por los estudios lo que existe es una inversión de prácticamente todo su tiempo en ocio, especialmente en ocio tecnológico, que es el que hoy impera y dificulta su dedicación a otras tareas".

Montenegro destaca que también es una equivocación de los padres poner un profesor particular a estos chavales para controlar que hagan los deberes y estudien. "Al profesor particular hay que recurrir para resolver problemas concretos, no para conseguir que tu hijo haga las tareas con él, porque entonces continuará con la actitud inmadura y dependiente de que se lo solventen otros", dice.

6. Impaciencia Ángel Peralbo considera que otra actitud frecuente y perniciosa es querer ir demasiado deprisa en lo que se refiere al aprendizaje, en vez de entender la educación como un proceso a largo plazo. La impaciencia de los padres, dicen los expertos, se traduce en tratar de que hablen lenguas extranjeras cuanto antes, en que comiencen a leer y escribir sin haber llegado al colegio, en acelerar los procesos de aprendizaje de las operaciones matemáticas sin respetar los ritmos de la escuela… "Ese afán de que sepan muchas cosas y cuanto antes es un error; en Dinamarca y en los países mejor situados en los ranking educativos los niños aprenden a leer y escribir a los siete años", apunta Joan Domènech.

Peralbo explica que esa impaciencia de los padres provoca que se desesperen ante las primeras dificultades en los estudios o los primeros malos resultados, sin tener en cuenta que las dificultades y los errores son inherentes al aprendizaje y los niños lo que necesitan es paciencia y ánimo para continuar trabajando durante toda la etapa escolar. "Los padres no deberían considerar esos malos resultados como un fracaso, porque ello reduce la autoestima de los hijos e incapacita cada vez más a unos y otros", indica.

7. No respetar la línea de la escuela Algunos padres, movidos por la impaciencia, intentan enseñar a sus hijos a leer o a calcular por sus propios métodos, o les ponen tareas de refuerzo en casa, sin tener en cuenta que quizá están interfiriendo en el ritmo o el método pedagógico que sigue la escuela. "Los padres deben plantearse a qué escuela llevan a sus hijos, asegurarse de que comparten las mismas ideas, y luego ir trabajando en paralelo, acompañando a sus hijos en el aprendizaje pero con cierto respeto al proceso que siguen en la escuela para educar en la misma dirección y no dar al niño mensajes diferentes", indica Domènech.

8. Proyectarse en los hijos Otro error bastante reiterado de los padres es pensar que el modelo y los métodos educativos que les sirvieron a ellos van a servir a sus hijos. "La escuela ha cambiado mucho y los niños también, y lo que a ti te gustaba del colegio o lo que tú aprendías entonces no tiene por qué ser un modelo de éxito para tus hijos", alerta el director de la escuela Fructuós Gelabert. También Ángel Peralbo considera que en muchas familias "siguen prevaleciendo más las expectativas que tienen los padres sobre los estudios de los hijos que las preferencias o capacidades de estos" y hay muchos chavales que son orientados a estudiar lo que quieren o les gusta a sus padres.

9. Cuestionar a los profesores No apoyar a los maestros, mostrar constantemente el desacuerdo con el profesor en presencia de los hijos, es otra conducta errónea de algunos padres. "Los profesores han reducido su capacidad para imponer la necesaria disciplina de los alumnos en el aula y no ayuda precisamente que tengan a los padres enfrente o en contra en vez de al lado, pues el alumno, aprovechándose de esa situación, consigue manipular y poner en contra a unos y otros cuando el objetivo que persiguen es exactamente el mismo", comenta Peralbo. Añade que los profesores tienen una visión privilegiada de los alumnos que en ocasiones no se corresponde con su comportamiento y su actitud en casa, y que a los padres les conviene conocer. "La complicidad entre padres y profesores, el compartir información, puede ayudar a que el chaval progrese adecuadamente tanto a nivel académico como en lo que se refiere a su actitud y comportamiento", enfatiza.

10. Hacer de Sherlock Holmes Benjamí Montenegro opina que otra conducta equivocada en la que caen padres y madres es acabar convertidos en Sherlock Holmes. "Hay padres que rastrean los deberes, los trabajos, las fechas de los exámenes a través de las redes sociales o de los padres de otros niños para ver si el hijo hace o no sus tareas, y eso provoca un boquete de desconfianza y no resuelve nada", explica. Su consejo es revisar con el niño la agenda y las tareas realizadas en cada asignatura y, si no se lo apunta para evitar el seguimiento, hablar con el tutor "que es el jefe (en términos laborales) del chaval" para estas cuestiones. Los expertos desaconsejan imponer un control absoluto sobre las tareas escolares, estar examinando al hijo constantemente sobre lo que ha leído o ha estudiado, y aseguran que es mejor un acompañamiento lejano, dejándole que sea autónomo. Y si el padre o madre opta por preguntar la lección para preparar un examen, Montenegro aconseja no hacerlo oralmente, sino poner tres o cuatro preguntas por escrito "porque normalmente no hay exámenes orales y aunque el chaval se sepa la lección hablando, igual luego se expresa mal por escrito o comete muchas faltas" de ortografía.

11. Solventarles los problemas Otro comportamiento habitual y erróneo de los padres, según los educadores, es solventar los problemas de organización de sus hijos. "A las siete de la tarde el niño dice que falta tinta para imprimir el trabajo que ha de entregar al día siguiente y mandamos al abuelo que vaya corriendo a comprar un cartucho o que nos deje el suyo", ejemplifica Montenegro. Y enfatiza la importancia de dejar que los hijos afronten esos problemas solos "aunque eso suponga entregar un trabajo tarde y que le bajen la nota, porque si de mayor entrega tarde la declaración de la renta le aplicarán un recargo, por mucho que diga que el banco se retrasó en enviarle el extracto de sus cuentas; así es la vida, y han de aprender a organizarse y solucionar sus problemas desde pequeños".

Los educadores también rechazan la conducta permisiva de algunos padres que justifican los fracasos o errores de los hijos ante el maestro y la escuela alegando siempre una causa exterior o bien cuestionando la dificultad de la tarea o la idoneidad de los libros, de la materia o del propio profesor.

12. Vincular las tareas a castigos "Castigado a hacer los deberes" o "hasta que no acabes de leer no podrás ver la televisión" son frases habituales en muchas casas pero que, según los educadores, deberían erradicarse. En primer lugar, explican, porque el tiempo de realizar las tareas escolares debería ser un tiempo de tranquilidad y sosiego para trabajar, no de regañinas. En segundo lugar, porque el objetivo debe ser educar a los niños en el placer de la lectura o del estudio y no convertir esas actividades en un castigo. Y, por último, porque tampoco interesa que consideren la lectura o los deberes un peaje necesario para ver la televisión, jugar a la consola o salir con los amigos.

El porqué de la ley del mínimo esfuerzo

A mucha gente le resulta misión imposible enfrentarse a una tarea tediosa. Otros, en cambio, aunque sientan pereza, logran motivarse y ponerse manos a la obra. Ahora la neurociencia ha hallado respuestas en el cerebro que explicarían el porqué de esa actitud distinta ante el esfuerzo

ES LA VANGUARDIA07/03/2014 Cristina Sáez

El porqué de la ley del mínimo esfuerzo
Esfuerzo, perseverancia y autodisciplina se enfrentan a la pereza, la distracción y la falta de motivación Georgina Miret

Seguramente, la siguiente situación les resulte familiar. Tienen que acabar de preparar un informe. O un presupuesto. O corregir exámenes. O una traducción. Se sientan frente al ordenador. Pero no pueden concentrarse. Les da tremenda pereza hacer aquello que tienen que hacer. Su mente comienza a divagar. Recuerdan la cena de ayer. Piensan en lo que tienen que hacer esta semana. Se despistan con el paso de una mosca o de un mensaje que les llega al móvil.

Hacen acopio de fuerzas y consiguen focalizar su atención durante unos minutos. Pero dura eso, minutos. Entonces abren el correo electrónico, miran los titulares de La Vanguardia, revisan el Twitter, hasta que el reloj les advierte que ya llevan una hora perdiendo el tiempo y que la fecha de entrega es mañana. Eso les hace sentir culpables; una vocecilla interior les recuerda que tienen que cumplir con sus obligaciones y, muy a su pesar, vuelven a la tarea que deberían estar haciendo. Y consiguen, afortunadamente y con mucho esfuerzo, acabarla.

Muchos días nos vemos en esa tesitura que nos emplaza a elegir entre aquello que queremos hacer y aquello que se supone que debemos hacer. Como si estuviéramos en una montaña rusa en la que vamos pasando por zonas de motivación y de tedio, de holgazanería y de perseverancia. “Saber, ¡claro que sabemos lo que tenemos que hacer!, pero nos resulta mucho más fácil hacer lo que nos apetece”, afirma el psicólogo cognitivo Gary Marcus, investigador de la Universidad de Nueva York, en una entrevista por videoconferencia.

Y sin embargo, aunque es algo que nos ocurre a todos en algún momento, no todo el mundo reacciona igual frente a una tarea. Mientras que a algunas personas les resulta sencillo ponerse a trabajar, a pesar de que aquello que deban hacer sea pesado, a otras, en cambio, aunque tengan por delante un trabajo atractivo y gratificante, les cuesta horrores activarse. ¿Y eso por qué? ¿Hay alguna razón que nos haga más, digámoslo así, perezosos o diligentes? Pues resulta que sí. Y la respuesta se halla en nuestro cerebro y, en concreto, en un neurotransmisor, la dopamina. Puede que les suene el nombre. Tradicionalmente se la ha relacionado con el placer. Se solía decir que era la encargada de poner en marcha nuestro circuito de recompensas. Sin embargo, era un error. Investigaciones recientes, algunas con sello español, han descubierto que del placer se encargan otras sustancias, como la serotonina. Y que la dopamina es la encargada de darnos el empujoncito que necesitamos para entrar en acción.

El delicado equilibrio entre coste y beneficio Una nueva investigación, publicada recientemente en el Journal of Neurosciences, ha arrojado algo de luz a qué ocurre en nuestro cerebro cuando nos debatimos entre obligación e indulgencia. Al frente está Michael Treadway, un psiquiatra investigador de la Harvard Medical School (EE.UU.), que hace unos años comenzó a preguntarse cuáles eran los procesos que ocurrían en el cerebro que nos hacía decantarnos por el esfuerzo o por la distracción. Este neurocientífico trataba a pacientes que padecían depresión y estos le contaban que sentían verdaderas dificultades para sentirse motivados por las cosas, incluso si éstas eran sus aficiones o actividades que les gustaban. Todo les resultaba un enorme –e insuperable– esfuerzo, le aseguraban.

Buscando documentación sobre el tema que le permitiera tener alguna pista sobre aquello que le sucedía a sus pacientes, Treadway dio con el trabajo de una valenciana, Mercè Correa, directora del Laboratorio de Neurobiología de la Motivación de la Universidad Jaume I (UJI), de Castellón, y de su colega de la Universidad de Connecticut, el investigador John D. Salomone. Ambos llevaban tiempo investigando en modelos animales el papel que tenía la dopamina en la motivación. Y ya habían hecho descubrimientos significativos.

“Todos sabemos que hay gente que es más perezosa que otra. El origen de esas diferencias en el cerebro era un misterio y era lo que pretendíamos averiguar". Salomone y Correa estaban observando el mismo fenómeno en modelos animales, cuando la función de la dopamina se interrumpía. Eso me llevó a preguntarme si tal vez ese neurotransmisor tendría un papel importante en los síntomas de falta de motivación en enfermedades como la depresión”, explica Treadway en conversación vía Skype.

Este psicólogo americano realizó un experimento con 25 voluntarios sanos, de edades comprendidas entre los 18 y los 29 años, a los que les propuso realizar unas acciones a cambio de una recompensa económica. Cuando era algo muy fácil, les reportaba un dólar (unos 70 céntimos) y cuando era algo más difícil, 4 (casi 3 euros). En cada ocasión, los psicólogos que conducían el experimento les decían si tenían una probabilidad alta, media o baja de obtener una recompensa.

Cada tarea, que consistía en apretar unos botones, duraba unos 30 segundos y debían repetirlas una y otra vez durante 20 minutos. Mientras, se iban tomando imágenes de la actividad de sus cerebros mediante una tecnología llamada PET (tomografía de emisión de positrones), que les permitía medir la actividad de la dopamina por todo el córtex cerebral. De esta manera, el equipo de investigadores –cuando se realizó el experimento, Treadway estaba en la universidad estadounidense de Vanderbilt– pudieron hallar correlaciones entre la actividad dopaminérgica y la voluntad de los participantes para completar las acciones menos placenteras. Así, vieron que los estudiantes que tenían más cantidad de dopamina en el estriado izquierdo (relacionado con el movimiento corporal) y en el córtex prefrontal ventromedial (implicado en la toma de decisiones) tenían más tendencia a trabajar más a cambio de grandes recompensas e incluso cuando la posibilidad de ganar dinero era muy baja, conseguían mantenerse motivados y seguir participando.

En cambio, vieron que en aquellas personas que se daban antes por vencidas, con menos tendencia al esfuerzo, había más dopamina en la ínsula interior, una zona cuya función exacta no está muy clara pero que al menos en este caso parece que responde a los costes o al dolor de tener que sufrir en una tarea desagradable. Una ínsula más excitada, al parecer, nos hace más vagos.

“Puede que esta zona [la ínsula] detecte la posibilidad de aburrimiento o las palpitaciones en el dedo dolorido después de tanto pulsar. O quién sabe, el dolor existencial de tener que hacer algo que realmente no queremos hacer. De nuestro experimento lo que se desprende es que cuanta más actividad dopaminérgica se produce en la ínsula, antes dejamos de esforzarnos”, explica Treadway.

Evaluando los pros y contras Los resultados de este estudio se suman a otros anteriores relacionados con cómo el cerebro analiza y evalúa el coste-beneficio de una acción. De manera inconsciente, nuestro órgano rey está continuamente mesurando aquello que debemos hacer y si vale la pena en función de la recompensa final. Y son esos cálculos los que al final acaban determinando si acaban, por ejemplo, de leer este reportaje o si, por el contrario, deciden consultar sus notificaciones de Facebook.

A menudo, aquellas cosas que debemos hacer requieren un esfuerzo considerable. ¿Han comenzado a estudiar un idioma nuevo o un instrumento, como la guitarra, de adultos? Ambas acciones requieren una infinidad de horas de inversión y no hay atajos que valgan. “Las tareas para las que debemos esforzarnos mucho necesitan de altas dosis de dopamina en el cerebro”, asegura Mercè Correa, investigadora de la UJI. Este neurotransmisor es el encargado de potenciar la fuerza de voluntad y resulta esencial para la motivación psicológica pero también para empujarnos a movernos físicamente. Es el elemento que, al final, inclina la balanza hacia “dejo las clases” o “voy a estudiar más, a ver si para en la próxima clase ya puedo tocar esta canción”.

La futura previsión de las consecuencias es lo que desencadena la liberación de dopamina –explica Carles Escera, al frente del grupo de investigación en neurociencia cognitiva del Instituto de investigación del cerebro, cognición y conducta (IR3C) de la Universitat de Barcelona–. Y para ello, evalúas en función de la experiencia pasada. A lo largo de la vida vas aprendiendo qué te gusta y qué no, qué cosas son aquellas por las que vale la pena esforzarse. Y eso se va almacenando en nuestro aprendizaje y va orientando nuestra conducta”.

De hecho, tenemos un cerebro que ya viene de serie preparado para el esfuerzo. Estamos programados para dedicar recursos y llevar a cabo tareas que no nos apetecen pero que, seguramente, sean de vital importancia. Y evolutivamente, al parecer, tiene lógica que sea sí. “Esas cosas que no tenemos ganas de hacer suelen ser necesarias para la supervivencia. Por ejemplo, nuestros ancestros necesitaban conseguir comidas ricas en calorías, como la carne, que les aseguraba sobrevivir durante un tiempo. Pero conseguir esa carne requería un enorme esfuerzo: recorrer largas distancias, cazar. La dopamina está ahí para ayudarnos y empujarnos a hacer aquello que resulta valioso para la supervivencia –explica Correa, de la UJI–. En nuestra sociedad hoy en día, quien persevera más es más probable que encuentre, pongamos por caso, un puesto de trabajo. No es que le resulte más fácil, sino que cuanto más perseverancia, más aumentas las probabilidades de conseguir un reforzador, en este caso, el trabajo”.

Aprendiendo disciplina Parece, pues, que el hecho de que seamos más proactivos o, en cambio, más remolones tiene que ver con un cerebro que libera más o menos dopamina. Entonces, ¿podemos culpar a las neuronas de nuestra indulgencia? Ni mucho menos. “Los niveles de dopamina en determinadas regiones del cerebro son una explicación, no una excusa”, opina el neurocientífico Carles Escera, de la UB. Es cierto que existe cierta predisposición genética: personas que nacen con menos dopamina y puede que eso explique por qué tienen una actitud más relajada en la vida. Pero el cerebro está en interacción con el medio y eso afecta a nuestra biología. Y podemos buscar diferentes estrategias para modular la manera de hacer de nuestro cerebro. “No es válido el determinismo de que nacemos así y así nos quedamos”, sentencia Escera. “La motivación está determinada por el cerebro pero es importante recordar que el cerebro está siempre cambiando. La dopamina juega un papel en el proceso: puede estimular cambios en el circuito responsable de codificar costes y beneficios y siempre se necesita cuando se quiere iniciar una acción. Pero no podemos decir que una cantidad concreta de dopamina produce una cantidad determinada de motivación en una persona. Porque eso cambia en función de la situación”, insiste Treadway. Existen formas de combatir la pereza. Para empezar, buscando nuestros propios estímulos que hagan decantar la balanza de costes-beneficios hacia los beneficios: desde la satisfacción de un trabajo bien hecho hasta los elogios del jefe o, también, evitar una bronca. “La dopamina nos aproxima a recompensas que nos gustan, pero también nos aleja de aquello que nos desagrada, nos ayuda a evitar el castigo o a enfrentarnos con nuestro superior si no hacemos nuestro trabajo. Actúa pues en los dos sentidos, poniéndonos en marcha para evitar consecuencias negativas o para acercarnos a aquello que nos gusta”, explica Mercè Correa.

Hay personas que tienen multitud de estímulos, desde la familia y los amigos, hasta el orgullo propio de hacer algo bien; y otras, en cambio, muy pocos. El caso extremo es el de los adictos a las drogas que reducen todos los estímulos que les proporcionan motivación a uno solo, la droga. Para conseguirla son capaces de todos los esfuerzos que hagan falta. Y como tenemos un cerebro plástico, capaz de cambiar para ir adaptándose a la realidad cambiante, podemos enseñarlo a modular ese sistema de coste-beneficio, y de esta manera vencer la pereza y esforzarnos más.

Mercè Correa acaba de comenzar una nueva línea de investigación en este sentido: con modelos animales, estudia si entrenando a los roedores desde que nacen en una actividad voluntaria, eso hace que de adultos estén motivados a realizar esfuerzos para conseguir otras tareas. “Queremos ver si podemos potenciar el sistema dopaminérgico, entrenarlo”, dice.

Nosotros, por nuestra parte, podemos empezar a entrenar nuestra fuerza de voluntad ya. Para adquirir disciplina, sobre todo en aquellas cosas que no nos gustan hacer. Eso no quiere decir que nos sintamos motivados, pero al menos seremos capaces de acabar haciendo el trabajo. Carles Escera, investigador de la UB, aconseja que cuando tengamos algo que nos resulte tremendamente pesado de hacer le asignemos a esa tarea una hora al día. O si eso nos parece mucho, podemos comenzar con 20 minutos. Durante ese tiempo, no hay excusas que valgan. Por ejemplo, si se trata de estudiar, durante esos 20 minutos hay que apagar el móvil, el ordenador, la música. Y sólo estudiar. Metas cortas.

Hay que ir repitiendo esa operación de forma sistemática cada día. El cerebro es moldeable y todos esos cambios comportamentales que nos imponemos, acabarán teniendo una consecuencia en la forma en que trabaja: acabará aprendiendo que tiene que esforzarse y vencerá esa gandulería inicial. “Si te autoimpones disciplina, el cerebro acabará asimilando que esa autodisciplina es reforzante en sí misma y funcionará como estímulo”, señala el doctor Escera. Así es que ya saben, tal vez, si han conseguido acabar de leer este reportaje puede que sea porque durante unas horas quien escribe ha conseguido ganarle la partida a la indulgencia. Y en su cerebro, a su vez, durante unos minutos al menos se ha impuesto su fuerza de voluntad. Quizás, quien sabe, este artículo les haya resultado un buen estímulo para hacerse con la batalla.
Estas dos listas de reproducción de Spotify pueden actuar como estímulo:
Música para concentrarse y trabajar, clica aquí.
Música para relajarse, clica aquí.