En sus memorias políticas, Tony Blair relata el momento en que fue nombrado primer ministro y cómo lo vivió. “Al subir los escalones hasta el estrado, intentando obligarme a centrar mi mente y mis reservas de energía en las palabras que iba a decir, finalmente conseguí definir la raíz del miedo que había ido creciendo durante todo el día: yo estaba solo. Ya no habría más equipo, ni más camarilla amistosa, ni emociones compartidas entre un puñado de íntimos. Estarían ellos; y estaría yo. En un determinado punto profundo, ellos no serían capaces de entrar en contacto con mi vida, ni yo con la de ellos”. Hay un sinfín de declaraciones, memorias y biografías de líderes que expresan algo parecido, la sensación de soledad que acompaña su trayectoria en el ejercicio del poder. A nuestro parecer, esa soledad sólo puede ser bien gobernada y reelaborada si la persona que asume un liderazgo dispone y cultiva bien su vida interior.
La vida interior nada tiene que ver, por cierto, con aquella caracterización que en su día se hizo de Leopoldo Calvo-Sotelo llamándole “la esfinge” (personalidad fría e impertérrita, parca en palabras y sonrisas), ni tampoco con esa otra con la que ya apodan a Mariano Rajoy, “el enigma” (perfil humano desconocido, basado en la ambigüedad y el encubrimiento, según The Guardian).Y, por supuesto, tampoco tiene nada que ver con el programa de Albert Om El convidat donde el periodista simula que mira por el agujero de la cerradura en la casa de los famosos.
Cultivar la vida interior es otra cosa. Significa trabajar bien la conexión y la calidad en el pensar y en el sentir; en el desear, el decidir y el actuar; en la conexión entre motivaciones y propósito. ¿Recuerdan el final del poema Invictus de W. E. Henley? No importa cuán estrecho sea el camino, cuán cargada de castigo la sentencia. ¡Soy el amo de mi destino; soy el capitán de mi alma! Una parte del propósito de Nelson Mandela se fue forjando durante aquella vida interior trabajada durante largos años en una celda de dos metros de ancho y desmenuzando día tras día rocas y picando piedras en un patio para convertirlas en grava.
La vida interior tiene que ver con nuestra capacidad de atención y de presencia, de estar viviendo de una manera plena cada situación. Más allá de la fragmentación, más allá de la vida puzle de tantos líderes, el trabajo de la vida interior aporta equilibrio y fortaleza y contribuye a expresar una cierta unidad entre lo que somos y lo que hacemos. De ahí parte la tensión inspiradora del liderazgo, la que le permite a los líderes encontrar el punto de adecuación con la realidad, el nivel de madurez para reconocer sus limitaciones y no sobreestimar sus puntos fuertes, el mostrar un grado óptimo de autenticidad, el aprender a conservar y expresar su yo auténtico, el no erosionar su dimensión moral, el mantenerse suficientemente coherente en cada uno de los papeles asumidos, el encontrar la distancia justa para disponer de perspectiva sin perder la proximidad y la calidez, el mantener un equilibrio dinámico (un cierto orden dentro del cambio y la inestabilidad) y el aprender también a construir una narración convincente que va de dentro hacia fuera y que acaba hablando desde el propio yo.
Todo esto nos puede parecer muy filosófico pero tiene un impacto real y duradero en la vida profesional y de las organizaciones. Los profesores del MIT P. Senge y O. Scharmer explican que el éxito de la intervención de los líderes depende fundamentalmente de la condición interior de la persona que interviene. No es sólo lo que los líderes hacen y cómo lo hacen, ni sólo su visión, sino su “estado interior”, es decir, el lugar desde el que operan; la fuente y la calidad de su atención y de su intención.
Trabajar la atención significa aprender a mirar la realidad cotidiana para detectar lo que emerge y lo que se oscurece; pero también para ser libres porque sabemos que toda visión ilumina, pero que a la vez genera zonas de sombra. Significa trabajar la receptividad y la escucha; atender sin juzgar de entrada; practicar una cierta duda metódica, sobre todo cuando llegamos a la conclusión, curiosamente, de que todos los hechos confirman nuestros propios planteamientos. Significa encontrar momentos de parada y pausa en medio del ruido y la aceleración cotidianos. En definitiva, significa reconocer que sin una mirada atenta en el día a día la visión se convierte en puro verbalismo que nos permite escaparnos del presente hacia un futuro imaginado que nunca dejará de ser eso, pura imaginación.
Trabajar la intención quiere decir que no nos podemos conformar con hacer muchas cosas, y hacerlas bien. Tenemos que poder nombrar con autenticidad el propósito que las guía y tener la lucidez de identificar no sólo lo que nos motiva, sino lo que nos mueve. A menudo somos prisioneros de los éxitos del pasado y de la repetición de pautas de comportamiento heredadas. Por eso hemos de contrastar la coherencia que hay entre lo que decimos que queremos y las cosas que valoramos y evaluamos. Sin un esfuerzo constante de dar nombre a nuestras intenciones, de elaborarlas, de depurarlas y de transformarlas, la visión no es más que el envoltorio que embellece con purpurina el pragmatismo repetitivo, o lo que consolida el poder de quien la administra.
¿Cómo están nuestros líderes de vida interior? ¿Cómo, dónde y cuándo la cultivan? El trabajo de la vida interior nos marca también una de las claves del buen liderazgo.
Àngel Castiñeira y Josep M. Lozano, profesores de Esade-URL.