Imaginemos un grupo de gente esperando junto a un semáforo. Todas esas personas están en la misma situación real. Pero, a la vez, cada cual está viviendo en su mundo propio. Se dirigen a lugares diferentes, tienen proyectos distintos, unos son religiosos y otros no, unos son de derechas y otros de izquierdas, unos son optimistas y otros pesimistas. Muchas de las incomprensiones y malentendidos que surgen entre los humanos se deben a que olvidamos que cada cual habla desde su propio mundo, que en parte se solapa con el de los demás (por eso la comunicación es posible) y en parte se diferencia (por eso el entendimiento es difícil). Como ven, hay muchas razones para considerar que este es el primer objetivo de la educación. De él van a depender los estilos emocionales del niño, del adolescente, del adulto. Por eso, todos los sistemas de adoctrinamiento, todas las dictaduras, están obsesionados por configurar el mundo de los niños.
En esa memoria se sedimenta nuestra autobiografía. Martin Conway ha estudiado durante decenios el modo como se ordenan los recuerdos de nuestra vida. Hay una base de conocimientos episódicos —aquella tarde, esa mirada, ese suceso— y una posterior organización en categorías más generales: los fracasos, los momentos agradables, los años infantiles, la escuela. A partir de esa experiencia destilamos una idea de nosotros mismos. Todos contamos nuestra historia de una peculiar manera, a veces muy destructiva. Aquí es donde empiezan los problemas, porque una vez que los recuerdos se han fundido en generalidades, nos resulta difícil llegar a los acontecimientos reales, que siempre son concretos. Podemos decirnos cosas como “siempre he sido un perdedor”, “sé por experiencia que no se puede confiar en nadie”. ¿Seguro que es verdad? Con toda seguridad, no, pero la memoria nos juega una mala pasada.
Les pondré un ejemplo del mundo educativo. Cuando me encuentro con alumnos que han tenido repetidos fracasos escolares, compruebo que su memoria se mueve en ese registro generalizador: “Todos los exámenes me salen mal” . Lo primero que intento es que recuerde algún caso concreto. “Dime el último examen que suspendiste. Cuéntamelo con detalle. ¿Qué te preguntaron? ¿Cuánto tiempo habías estudiado? ¿Qué pensaste antes?”. Esto es importante porque a partir de un caso concreto el alumno puede darse cuenta de por qué suspendió y tomar las decisiones oportunas. En la generalidad, en cambio, naufraga. El modo cómo recordamos nuestra propia vida y cómo nos la contamos resulta ser una actividad extremadamente arriesgada. No somos imparciales. Tampoco somos siempre laxos. Reconociendo la importancia de esta versión privada de nuestra biografía, se han diseñado algunas terapias para ayudar a cambiar el modo de contarse la vida. Se llaman terapias narrativas. Pero ya no tengo espacio para hablarles de ellas.
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