No ha habido una conexión sistemática entre los avances en neurología y los sistemas educativos. ¿Por qué no se ha dado esa aplicación de las neurociencias? ¿Qué pueden aportar las neurociencias a la educación?
1ro de febrero de 2010
Los descubrimientos del siglo XX en física o biología han tenido un gran impacto en importantes sectores de la tecnología. Nuestra relación con el mundo ha sido transformada por los conocimientos que tenemos sobre el átomo o sobre las moléculas de ADN. ¿Qué ha ocurrido con los conocimientos aportados por las neurociencias en las últimas décadas? Han sido, por ejemplo, aplicados a la medicina. Patologías mentales como la depresión pueden ser tratadas mediante fármacos que actúan sobre los neurotransmisores, sustancias que posibilitan las sinapsis neuronales. Sin embargo, y aunque resulte paradójico, los estudios del cerebro apenas han sido aplicados a la mejora del sistema educativo.
No ha habido una conexión sistemática entre los avances en neurología y los sistemas educativos. ¿Por qué no se ha dado esa aplicación de las neurociencias? ¿Qué pueden aportar las neurociencias a la educación?
La Investigadora de la Royal Society Dorothy Hodgkin, en el Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres, Sarah-Jayne Blakemore, y la profesora de Desarrollo Cognitivo y directora del Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres, Uta Frith, publicaron en 2005 el libro The Learning Brain. Lessons for Education. En enero de 2007 fue traducido al castellano por la editorial Ariel bajo el título Cómo aprende el cerebro. Las claves para la educación. Este libro puede generar una interacción sistemática entre neurocientíficos y educadores. Quizás sea un libro que provoque un giro naturalista en la psicopedagogía y la orientación educativa. Es un texto que, además de estar basado en rigurosas investigaciones, puede ser leído y entendido por educadores sin grandes conocimientos de neurociencia.
Sarah-Jayne Blakemore
Las autoras han colaborado con varias instituciones para analizar problemas fundamentales de la educación y establecer conexiones con los estudios del cerebro. En el año 2000 organizaron un taller multidisciplinario sobre investigaciones cerebrales y educación. El contacto con profesionales de la educación fue muy fructífero. En esas discusiones con profesores e investigadores de la educación quedó patente la falta de colaboración que había existido hasta entonces entre las neurociencias y la pedagogía. Las autoras comprobaron que apenas existía bibliografía sobre estos temas y que en la investigaciones sobre educación apenas se utilizaban los conocimientos actuales sobre el cerebro.Todo el que estudia, por ejemplo, la estructura de los músculos ve inmediatamente que esos conocimientos le permitirán curar los músculos y saber cómo utilizarlos para obtener mayor rendimiento. En el ámbito educativo no ha ocurrido lo mismo. Es cierto que los psicopedagogos conocen el funcionamiento del cerebro. Sin embargo, no hay una aplicación sistemática de esos conocimientos. Predominan los métodos psicológicos. El conocimiento del cerebro para los educadores constituye únicamente un marco general, un conocimiento de fondo sin consecuencias prácticas reales. Las autoras de este libro creen que el conocimiento de cómo aprende el cerebro podría tener, y tendrá, un gran impacto en la educación.
La naturalización de la pedagogía
Una cuestión filosófica fundamental es por qué se sigue produciendo este desfase en educación, donde todavía se utiliza el paradigma dualista. Aún se trabaja suponiendo que la mente y el cerebro son dos cosas distintas. El monismo materialista suele ser rechazado por ser reduccionista, simplista. Si se trata de solucionar una patología, se admite el remedio, por muy materialista que sea la visión que lo sustenta. Pero, en educación, donde las cosas no son de vida o muerte y donde los efectos de las acciones no son tan inmediatos, se sigue pensando que hay un plano mental que funciona con plena autonomía.
Hasta hace muy poco, la educación ha sido entendida como una técnica que produce cambios en la mente, es decir, en el espíritu, a través de categorías y conceptos. Sin embargo, las autoras del libro sostienen que educar significa cambiar algún aspecto del funcionamiento cerebral. Los educadores deben ser conscientes de que trabajan con cerebros vivos, con unas capacidades que se desarrollan en el tiempo. Conocer ese desarrollo cerebral y sus patologías hará posible el surgimiento de sistemas educativos más realistas y que sepan tratar científicamente la diversidad en el aula.
La lógica de la investigación en neurociencia
Una de las aportaciones de este libro es que explica cómo trabaja la neurociencia. En cada apartado del libro las autoras describen las investigaciones que se están llevando acabo y, en los apéndice finales, explican en qué consisten las técnicas modernas para obtener imágenes del cerebro en funcionamiento (Resonancia Magnética, Tomografía de Emisión de Positrones, etc.) y adjuntan un glosario de términos básicos de neurociencia. Esta claridad metodológica permite que los pedagogos conozcan la lógica de la investigación neurológica y valoren la racionalidad de las argumentaciones llevadas a cabo. Además, explican cómo se extraen conclusiones tras observar cerebros lesionados y, cómo antes de afirmar que una zona del cerebro está implicada en una tarea, se necesitan realizar muchos experimentos de contraste
Lo que se sabe del cerebro
Lo primero que cabe preguntarse es hasta qué punto cambia nuestro cerebro. En este libro las autoras destruyen alguno de los tópicos de la neurociencia de las últimas décadas. Los neurólogos hasta ahora sostenían que hay ventanas, fases sensibles, que una vez que se cierran ya no se vuelve a abrir. Sin embargo, aunque existen períodos sensibles en la formación de las estructuras cerebrales, la plasticidad del cerebro llega hasta la vejez.
Este optimismo respecto a la flexibilidad del cerebro también afecta a los primeros años de vida. Hasta ahora, se pensaba que había unas fases muy rígidas en las que se cerraban las estructuras básicas del cerebro. Es cierto que existen esos períodos sensibles, pero también es cierto que una vez transcurrido ese tiempo esas estructuras pueden seguir configurándose, aunque sea a otro ritmo. Tampoco es necesario, como algunos ha sostenido, enriquecer al límite el entorno de los niños en esas fases. Los estudios empíricos llevados a cabo por Michael Rutter en la Universidad de Londres sí que han demostrado que una carencia radical de estímulos sensoriales y relaciones afectivas, por ejemplo, provocaría problemas el desarrollo intelectual de los niños.
La lengua y las matemáticas son áreas que siempre han sido consideradas fundamentales en el sistema educativo. Saber leer, escribir y calcular ha sido siempre el objetivo de la escuela. Hoy se sabe cómo se procesa el lenguaje en el cerebro y cómo representamos cantidades o realizamos operaciones. En el libro hay una explicación detallada sobre las bases neuronales de estas capacidades. Pero quizás lo más interesante sea el tratamiento de problemas como la dislexia. Los estudios de cerebros que padecían dislexia han ofrecido algunos resultados. Existen diferencias anatómicas entre un cerebro que tiene dislexia y el que no la tiene. ¿Qué se puede hacer desde la neurología? Algunos investigadores sostienen que es posible fortalecer las zonas implicadas en el habla mediante la enseñanza compensatoria. Los programas de mejora de destrezas lectora cambian el cerebro. Los cerebros de disléxicos adultos siguen siendo flexibles y, con los ejercicios adecuados, pueden integrar imágenes y sonidos recurriendo a otras áreas del cerebro.
Aquellos que se dediquen a la educación secundaria podrán encontrar en este libro un capitulo sobre los cambios que se producen en el cerebro de los adolescentes. Los investigadores han confirmado que se lleva a cabo una reorganización del cerebro en la adolescencia. Se producen importantes cambios en la corteza frontal, cambios que implican una mejora en las funciones ejecutivas. La corteza frontal nos permite tomar decisiones, organizarnos, prestar atención de forma selectiva y, muy importante, inhibir respuestas. En la pubertad tiene lugar una proliferación de sinapsis y en la adolescencia se lleva a cabo una poda que estabiliza las redes neuronales importantes. En los lóbulos frontales aumenta la mielina, sustancia que facilita la transmisión del impulso nervioso a través del axón.
La organización de los horarios escolares y la distribución de las tareas a lo largo de la semana deberían tener en cuenta lo que se sabe del cerebro. Hay dos aspectos que quizás no se están teniendo en cuenta lo suficiente. Uno es la distribución de los aprendizajes y las horas de sueño y otro la importancia de la actividad física. El sueño sirve para fijar lo aprendido. Cuando dormimos el cerebro se reestructura, asimila las experiencias diurnas. Existen experimentos que demuestran que después del sueño se consolidan los aprendizajes. Pierre Macquet, de la Universidad de Londres, comprobó mediante escáner cerebral que durante el sueño se vuelven a activar las áreas cerebrales implicadas en el aprendizaje diurno. Tras haber dormido, los participantes en el experimento ejecutaban mejor la tarea aprendida. Controlar las horas de sueño y distribuir adecuadamente la temporalización de las actividades puede aumentar el rendimiento. Del mismo modo, la actividad física mejora nuestra capacidad de aprender. Si la plasticidad del cerebro dura toda la vida, la educación física debería estar presente en todos los programas educativos. Ahora llama la atención que en la universidad esa actividad física sea algo tan marginal.
El futuro de los estudios del cerebro se presenta apasionante. En el libro de Uta Frith y Sarah-Jayne Blakemore quedan planteados temas tan interesantes como este: “Hace tiempo que la psicología experimental ha establecido la importancia del ejercicio mental para aprender movimientos y destrezas físicas. Imaginar que hacemos movimientos sin movernos tiene realmente consecuencias perceptibles. (...) En un estudio reciente se observó que los individuos que imaginaban la máxima flexión posible de uno de sus bíceps incrementaban la fuerza de dicho músculo en un 13,5 %”.
Al imaginar que nos movemos se ponen en marcha prácticamente las mismas zonas del cerebro que cuando de hecho nos movemos. La imaginación o la observación de otra persona haciendo algo ponen en marcha los circuitos cerebrales implicados. Quizás las técnicas orientales de concentración y autopercepción tengan una base neuronal real. El sistema educativo tiene planteado un gran reto para el futuro: enseñar a aprovechar la plasticidad cerebral para aprender más durante toda la vida.
Por Juan Carlos González García. Máster en Periodismo Científico, UNED.
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