El nihilismo del caviar
Una legión de tiranos adolescentes avanza hacia la edad adulta, dispuestos a imponer su ley
Antoni Puigverd - LA VANGUARDIA - 31/05/2010
Una profesora de secundaria –mujer exigente, esforzada y cabal– se muestra muy pesimista sobre el futuro. "No es verdad –sostiene– que la crisis vaya a servir, como se dice, para despertarnos del letargo. Vivíamos muy por encima de nuestras posibilidades y las jóvenes generaciones, instaladas en la comodidad, siguen ignorando las dificultades que nos acechan. La crisis no corregirá nuestros defectos, como reza el tópico más usado estos días: no sabremos ponernos las pilas". ¿Y eso?, pregunto. Meresponde narrando sus experiencias diarias en el instituto, de las que se desprenden tres características: la imposibilidad de ejercer la autoridad, las enormes dificultades que encuentra el profesor para imponer un ritmo de trabajo a sus alumnos y la institucionalización de la molicie con la excusa de la pedagogía del diálogo.
Mi amiga profesora debe forzosamente mantener, no en privado, sino ante el plenario de la clase, discusiones que rompen a cada minuto el ritmo de la asignatura: unos alumnos aprovechan la menor ocasión para hacer bromas y chascarrillos; otros, ignorando su propia ignorancia, discuten el lenguaje de la profesora ("Oye, tía, ¿por qué hablas tan raro?"). Después está el grupito de los que, aprovechando el silencio de un día de examen, dejan el papel en blanco y alardean en voz alta de sus aventuras sexuales, etílicas o futbolísticas. Es constante el barullo de los se niegan a presentar un trabajo, protestan por la materia de un examen, desprecian el libro propuesto o claman sin rubor por un aprobado sin esfuerzo. Lo peor –sostiene mi amiga– no es el desbarajuste constante y la imposibilidad de lograr un clima de trabajo ordenado, lo peor es que el sistema organizativo y las normativas de los centros, en lugar de afrontar estos problemas afirmando la autoridad docente y apoyando la severidad, agravan la problemática adulando a los jóvenes, cediendo por sistema a sus quejas y dulcificando hasta convertirlas en papel mojado las normas que impone el profesor en su clase.
Fatigados y desautorizados, los profesores exigentes van cediendo terreno hasta que claudican. Cada vez que un profesor exigente se rinde, unos cuantos jóvenes más devienen dictadorzuelos. Una legión de tiranos adolescentes avanza –sostiene mi amiga– hacia la edad adulta, dispuestos a imponer su ley, una ley muy arcaica: "Nunca plantean una discusión en clase en términos objetivos o de grupo, siempre en términos de beneficio individual". Mi amiga profesora, como pueden comprobar, está más que desolada. Y ha llegado a esta lúgubre conclusión: "Estos jóvenes parecen indiferentes a cualquier otra causa que no sea la de su propio yo. No podrán asumir las dificultades que el futuro les depara. ¡Serán capaces de cualquier cosa con tal de salir a flote!". Otra profesora, más joven, pero no menos exigente, con la que coincido casualmente, confirma el diagnóstico: "Alumnos bastante holgazanes, que han trabajado y rendido muy por debajo de sus posibilidades, reciben notas excelentes. Esto no es enseñar: es sobreproteger. No es educar, sino mimar". ¿Corromper?
Por fortuna, otros profesores me explican, si no maravillas, sí experiencias más afortunadas y esperanzadoras. Abundan –sostienen– en nuestros centros educativos y en nuestra vida social jóvenes solidarios y ejemplares que se aplican al estudio con plena consciencia del imprescindible esfuerzo y se implican en iniciativas solidarias con espíritu generoso y altruista.
Prometo hablarles otro día de experiencias didácticas positivas, pero hoy, mientras comparto con ustedes la desolación de mi amiga profesora, quisiera relacionar su experiencia con unas páginas de diario que me han dejado el ánimo por los suelos. Me refiero a las transcripciones del caso Pretoria, en las que unos tipos podridos de poder, dinero e influencia se reparten comisiones, manipulan las ordenanzas municipales, recalifican terrenos, colocan a parientes y amigos en puestos públicos, presionan a consellers, alardean de sus contactos, se jactan de sus abusos, de sus millones, de su caviar, se burlan unos de otros y demuestran un absoluto desprecio por la cosa pública, convertida para ellos en cuerno de la abundancia, en cueva de Alí Babá.
En condiciones normales, no habríamos conocido estas conversaciones, pero un juez que perseguía delitos de fuga de capitales ordenó las escuchas. Las palabras llegan hasta nosotros con toda su crudeza. Es la cháchara de los héroes de nuestro tiempo. Cínicos de pies a cabeza, carecen de escrúpulos, vergüenza e ideología. Desprecian incluso a sus compinches. No creen en nada, excepto en su interés.
Los alumnos de mi amiga desolada no han leído seguramente dichas transcripciones, pero sintonizan con su filosofía. Son hijos del nihilismo del caviar. Un tiempo que ha entronizado la ironía, ha despreciado la rectitud, se ha burlado del trabajo paciente, ha adorado al becerro de oro y ha despreciado todo lo que el profesor debe transmitir en clase: el esfuerzo para aprender materias que no reportan ganancias, la paciencia lectora, la imposibilidad de llegar a fin de curso haciendo trampas, la responsabilidad individual y el respeto a las normas que rigen en la comunidad de la clase. Curiosa pedagogía contemporánea: creyendo proteger a los niños y adolescentes de los abusos del pasado ("la letra con sangre entra"), les ha dejado sin defensas ante los abusos del presente.
lunes, 31 de mayo de 2010
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