LA VANGUARDIA 09/01/2011
Buenos días, gracias, por favor...
¿Tanto cuesta dar los buenos días? ¿Y un escueto gracias ante el gesto amable de otra persona? En pocos años la sociedad ha pasado de vivir encorsetada en unas normas de educación y buenos modales quizás demasiado estrictos a hacerlo en el más absoluto desprecio a las reglas básicas de convivencia y respeto. ¿Debemos resignarnos a que desaparezca la buena educación?
Análisis | Victoria Camps
Buenos modales, una antigualla
Victoria Camps
Profesora de Filosofía de la Universitat Autònoma de Barcelona
Todas las palabras que en tiempos designaron la buena educación han caído en desuso. Modales, cortesía, urbanidad, compostura, son conceptos desaparecidos del lenguaje habitual y, me atrevería a decir, desprovistos de significado para las generaciones más jóvenes. Aunque el lenguaje no crea la realidad, sirve para ordenarla y darle sentido. La parafernalia que encumbró a los buenos modales fue parte irrenunciable de la educación de cualquier niño (más aún, de cualquier niña bien) hasta hace cuarenta años. ¿Por qué ha dejado de serlo? ¿Hay que imputar el cambio a la llegada de la democracia y de las libertades? ¿Es un cambio bueno o malo? Y si es malo, ¿es posible recuperar lo que se perdió?
No cabe duda de que el sentido de la educación ha dado un giro radical, mayormente para bien, pero no faltan las zonas grises. Es bueno que la educación básica alcance hoy a todos los estratos sociales. Que se haya desprendido de castigos y represiones absurdos, que haya suprimido algunas distancias, evitando rigideces disciplinarias y normas que encorsetaban y enturbiaban las relaciones. No lo es tanto, sin embargo, que la igualdad y las libertades, no siempre bien entendidas, y abonadas por reiteradas innovaciones psicopedagógicas, hayan propiciado una confusión de territorios, mezclando las funciones de maestros y alumnos, padres e hijos, en un totum revolutum en el que nadie sabe a qué está jugando.
Una a una han ido cayendo las obligaciones y las reglas más elementales, mientras la espontaneidad infantil cobraba un valor insólito. Era lógico que ocurriera. Era forzoso liberarse de las muchas constricciones ridículas que la educación franquista y nacionalcatólica había impuesto sin remisión. Pero el paso de una forma de educar a otra fue exagerado y sin concesiones. Se echaron por la borda las convenciones sociales sobre la base implícita de que las buenas maneras eran prejuicios trasnochados e inútiles, que marcaban barreras innecesarias entre el menor y el adulto, que tintaban de hipocresía relaciones que debían ser más naturales. ¿Por qué aprender a contenerse en lugar de permitir que cada cual se comportara a su aire? ¿A quién podían beneficiar las represiones si no a quien tenía poder para imponerlas?
La liberalización de las costumbres era bienintencionada. Había que desprenderse de mucho lastre autoritario y así se hizo. Pero ahora lamentamos haber ido demasiado lejos. Pues, al mismo tiempo, cambiaron los instrumentos de socialización. Vino la tele y unos programas cuyo mayor objetivo era enganchar a la audiencia, infantil o adulta, al precio que fuera. Se aceptó el lenguaje incorrecto y chabacano. Empezó a estar bien vista la blasfemia y la palabra soez, las salidas de tono eran divertidas, incluso en boca de los personajes públicos. Se adoptó la crítica fácil que recurría a la burla y no al argumento. Digamos que nos volvimos todos un poco cínicos, en el sentido de los antiguos filósofos griegos, que no sabían distinguir la crítica social de la mala educación y se jactaban de incumplir las normas sociales más aceptadas. Diógenes fue uno de ellos: vivía en una cuba de vino, se exhibía desnudo, y defecaba en la calle. Así daba a entender su desacuerdo con el sistema y con los abusos de poder.
"Manners before morals" (Maneras antes que morales), escribió Oscar Wilde en boca de un personaje de la obra El abanico de lady Windermere.Las buenas maneras son el principio de la moral. Las formas o los modales cultivados no reprimen las emociones, sólo las reconducen, con el objetivo de mostrar que la compañía de los otros no nos es del todo indiferente. Ser civilizados tiene un coste, supone reprimir ciertos deseos, no dar rienda suelta a la espontaneidad, guardar las distancias, dar importancia al respeto mutuo. La cortesía es una ficción, no cabe duda, lo ha notado bien el filólogo Eustaquio Barjau, pero una ficción necesaria porque resuelve la contradicción que sentimos al querer ser libres y autónomos y tener que vivir con los demás.
A los buenos modales hoy los llamamos civismo. Un concepto vinculado a la ciudadanía y a la civilidad glosada con entusiasmo por Eugeni D´Ors. El civismo es más democrático, sustituye a la cortesía y a los buenos modales, que eran impuestos por la clase alta - la corte-,la que creaba las reglas y las modas, al resto de la sociedad. La voluntad de ser iguales ha forzado el cambio de lenguaje. En las escuelas no hay clases de urbanidad, sino de ciudadanía. Pero si queremos recuperar los buenos modales, el civismo se queda corto. Según el escritor satírico irlandés del siglo XVIII Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver,"las buenas maneras son el arte de que los demás se encuentren bien con uno mismo". Un arte que no sólo se cultiva en la ciudad o en el espacio público, sino en la escuela y, sobre todo, en la familia.
No cabe duda de que el sentido de la educación ha dado un giro radical, mayormente para bien, pero no faltan las zonas grises. Es bueno que la educación básica alcance hoy a todos los estratos sociales. Que se haya desprendido de castigos y represiones absurdos, que haya suprimido algunas distancias, evitando rigideces disciplinarias y normas que encorsetaban y enturbiaban las relaciones. No lo es tanto, sin embargo, que la igualdad y las libertades, no siempre bien entendidas, y abonadas por reiteradas innovaciones psicopedagógicas, hayan propiciado una confusión de territorios, mezclando las funciones de maestros y alumnos, padres e hijos, en un totum revolutum en el que nadie sabe a qué está jugando.
Una a una han ido cayendo las obligaciones y las reglas más elementales, mientras la espontaneidad infantil cobraba un valor insólito. Era lógico que ocurriera. Era forzoso liberarse de las muchas constricciones ridículas que la educación franquista y nacionalcatólica había impuesto sin remisión. Pero el paso de una forma de educar a otra fue exagerado y sin concesiones. Se echaron por la borda las convenciones sociales sobre la base implícita de que las buenas maneras eran prejuicios trasnochados e inútiles, que marcaban barreras innecesarias entre el menor y el adulto, que tintaban de hipocresía relaciones que debían ser más naturales. ¿Por qué aprender a contenerse en lugar de permitir que cada cual se comportara a su aire? ¿A quién podían beneficiar las represiones si no a quien tenía poder para imponerlas?
La liberalización de las costumbres era bienintencionada. Había que desprenderse de mucho lastre autoritario y así se hizo. Pero ahora lamentamos haber ido demasiado lejos. Pues, al mismo tiempo, cambiaron los instrumentos de socialización. Vino la tele y unos programas cuyo mayor objetivo era enganchar a la audiencia, infantil o adulta, al precio que fuera. Se aceptó el lenguaje incorrecto y chabacano. Empezó a estar bien vista la blasfemia y la palabra soez, las salidas de tono eran divertidas, incluso en boca de los personajes públicos. Se adoptó la crítica fácil que recurría a la burla y no al argumento. Digamos que nos volvimos todos un poco cínicos, en el sentido de los antiguos filósofos griegos, que no sabían distinguir la crítica social de la mala educación y se jactaban de incumplir las normas sociales más aceptadas. Diógenes fue uno de ellos: vivía en una cuba de vino, se exhibía desnudo, y defecaba en la calle. Así daba a entender su desacuerdo con el sistema y con los abusos de poder.
"Manners before morals" (Maneras antes que morales), escribió Oscar Wilde en boca de un personaje de la obra El abanico de lady Windermere.Las buenas maneras son el principio de la moral. Las formas o los modales cultivados no reprimen las emociones, sólo las reconducen, con el objetivo de mostrar que la compañía de los otros no nos es del todo indiferente. Ser civilizados tiene un coste, supone reprimir ciertos deseos, no dar rienda suelta a la espontaneidad, guardar las distancias, dar importancia al respeto mutuo. La cortesía es una ficción, no cabe duda, lo ha notado bien el filólogo Eustaquio Barjau, pero una ficción necesaria porque resuelve la contradicción que sentimos al querer ser libres y autónomos y tener que vivir con los demás.
A los buenos modales hoy los llamamos civismo. Un concepto vinculado a la ciudadanía y a la civilidad glosada con entusiasmo por Eugeni D´Ors. El civismo es más democrático, sustituye a la cortesía y a los buenos modales, que eran impuestos por la clase alta - la corte-,la que creaba las reglas y las modas, al resto de la sociedad. La voluntad de ser iguales ha forzado el cambio de lenguaje. En las escuelas no hay clases de urbanidad, sino de ciudadanía. Pero si queremos recuperar los buenos modales, el civismo se queda corto. Según el escritor satírico irlandés del siglo XVIII Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver,"las buenas maneras son el arte de que los demás se encuentren bien con uno mismo". Un arte que no sólo se cultiva en la ciudad o en el espacio público, sino en la escuela y, sobre todo, en la familia.
La Clave | M.ª Rosa Buxarrais
La solución es de todos
M.ª Rosa Buxarrais
Es fácil oír a menudo a personas mayores quejándose de la poca educación de jóvenes en el transporte público (no ceden el sitio, ponen los pies en los asientos, gritan de un extremo a otro...) o lamentando la ausencia del saludo al llegar a un lugar, de las gracias ante un favor, etcétera. Todos estos comportamientos entran dentro de lo que llamamos buenos modales o buena educación: actos que expresan el nivel de conciencia que tenemos hacia la dignidad de las demás personas.
Observando a nuestro alrededor - familia, amigos, escuela, trabajo, medios de comunicación-,parece que los buenos modales no están de moda. No podemos excusarnos en que no hay otra opción en esta sociedad individualista. En muy poco tiempo, el mundo ha logrado grandes avances - en la ciencia y la tecnología, por ejemplo-,pero en otros - las relaciones humanas-,podríamos decir que ha sufrido un retroceso. Muchos han olvidado lo importante de un trato correcto con los demás.
Por otro lado, los buenos modales deben enseñarse. Y no podemos esperar que sólo los maestros en la escuela lo hagan, porque aunque puedan fomentar conductas como: habla sin gritar o respeta al otro, no pueden asegurar que se conviertan en hábitos. Es en casa donde los padres debemos potenciar los buenos modales predicando con el ejemplo desde que el niño nace, para que llegue a ser parte de su forma de ser durante toda su vida.
No hace mucho, existía un manual de Urbanidad y buenas maneras con las reglas que seguir para convivir en sociedad, que siempre existieron y deberían continuar existiendo. Estas normas son indispensables para que una sociedad subsista y continúe siendo civilizada, y deben practicarse constantemente para formar hábitos de buena educación.
Tener buenos modales requiere cierta sensibilidad para prever los sentimientos de otras personas y estar en consonancia con ellos. En términos actuales, diríamos tener inteligencia emocional, entendida como la expresión del don de agradar a los demás, de utilizar habilidades comunicativas para generar bienestar alrededor (respetar, saber escuchar, etcétera).
Los buenos modales nos abren las puertas hacia el futuro, un futuro donde se procura el bien de los que nos rodean, no sólo el propio. Habrá que ir a contracorriente, si hace falta, y tomar conciencia de que esto supone una acción colectiva y un compromiso de toda la sociedad. La solución está en todos nosotros.
Observando a nuestro alrededor - familia, amigos, escuela, trabajo, medios de comunicación-,parece que los buenos modales no están de moda. No podemos excusarnos en que no hay otra opción en esta sociedad individualista. En muy poco tiempo, el mundo ha logrado grandes avances - en la ciencia y la tecnología, por ejemplo-,pero en otros - las relaciones humanas-,podríamos decir que ha sufrido un retroceso. Muchos han olvidado lo importante de un trato correcto con los demás.
Por otro lado, los buenos modales deben enseñarse. Y no podemos esperar que sólo los maestros en la escuela lo hagan, porque aunque puedan fomentar conductas como: habla sin gritar o respeta al otro, no pueden asegurar que se conviertan en hábitos. Es en casa donde los padres debemos potenciar los buenos modales predicando con el ejemplo desde que el niño nace, para que llegue a ser parte de su forma de ser durante toda su vida.
No hace mucho, existía un manual de Urbanidad y buenas maneras con las reglas que seguir para convivir en sociedad, que siempre existieron y deberían continuar existiendo. Estas normas son indispensables para que una sociedad subsista y continúe siendo civilizada, y deben practicarse constantemente para formar hábitos de buena educación.
Tener buenos modales requiere cierta sensibilidad para prever los sentimientos de otras personas y estar en consonancia con ellos. En términos actuales, diríamos tener inteligencia emocional, entendida como la expresión del don de agradar a los demás, de utilizar habilidades comunicativas para generar bienestar alrededor (respetar, saber escuchar, etcétera).
Los buenos modales nos abren las puertas hacia el futuro, un futuro donde se procura el bien de los que nos rodean, no sólo el propio. Habrá que ir a contracorriente, si hace falta, y tomar conciencia de que esto supone una acción colectiva y un compromiso de toda la sociedad. La solución está en todos nosotros.
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