Javier Sampedro EL PAÍS 14 JUL 2012
Una buena forma, no sé si por metafórica o por todo lo contrario, de
capturar el problema central de la neurología de la mente, y quién sabe
si hasta de su filosofía, es reflexionar un rato sobre el cubo de
Necker. Mételo en Google Imágenes
si no sabes lo que es. Lo mismo valdrían la joven y la vieja de Dalí,
el pato que parece un conejo o esa vasija que también son dos caras de
perfil, pero el cubo de Necker es seguramente la forma más simple y
estilizada de esta paradoja sobre la percepción, la voluntad y la
consciencia.
El cubo de Necker tiene dos posibles interpretaciones: un cubo visto desde arriba o desde abajo. Es condenadamente difícil ver las dos a la vez. Tú sabes que están allí, pero cuando miras el dibujo solo ves una de ellas, generalmente la vista desde arriba. Pero basta que mires el dibujo un buen rato para que el cubo flipe a su otra interpretación. Como sucede con la joven y la vieja, o con la vasija y los perfiles, la información que te entra desde los ojos es siempre la misma, pero alguna parte de tu cerebro —eso que tú llamas yo— está oscilando entre dos percepciones, entre dos estados de consciencia. Más aún: con un poco de práctica, tú puedes dar una orden voluntaria a tu córtex visual para que te presente una imagen o la otra. ¿Qué quiere decir esto?
Nuestro cuerpo está representado en dos tiras verticales de cerebro, un poco por encima de cada oreja. Es el famoso homúnculo somatosensorial, esa figurilla deforme y horripilante de enorme boca y grandes manazas, en justa proporción a las zonas de la piel que le mandan más información sobre lo que tocan: sobre su textura y su temperatura, sobre su forma, también sobre su capacidad para hacer daño. Como nuestro cuerpo es un objeto situado en el mundo físico, y como su geometría es coherente con las coordenadas del entorno —un delante, un detrás, dos lados con la simetría familiar de los espejos—, el homúnculo somatosensorial es en realidad un mapa del mundo. Representa la realidad tal y como la percibe el sentido del tacto, nuestro contacto físico con las cosas.
Nuestra mente es en parte una colección de mapas interiores de ese tipo, aunque muchos no posean una topografía tan evidente como la del homúnculo, ni tan desagradable de observar. Lo primero que hace el córtex auditivo —tampoco muy lejos de las orejas, ni del homúnculo que representa nuestro cuerpo— con la masa sonora que le llega del mundo exterior a cada instante es clasificarla por sus frecuencias acústicas: como notas en la escala musical, casi literalmente. En el córtex visual, allí atrás en la nuca, los homólogos de las notas musicales son las inclinaciones de las fronteras entre la luz y la sombra.
Zonas del cuerpo, notas en la escala, secuencias ordenadas de ángulos, series de fonemas: mapas de los distintos ejes del mundo.
Puesto que, redondeando un poco, esos mapas encarnan toda la información que recibimos del mundo, se sigue forzosamente que el contenido de nuestra mente —las imágenes y las imaginaciones, el ruido de un motor que se acerca y la comprensión de la estructura de una sonata, la jerigonza absurda de un bebé y el verso profundo de un poeta— son elaboraciones internas del córtex cerebral, resultados de un proceso en gran medida inconsciente que va interpretando los datos crudos del mundo, extrayendo sus pautas e integrándolos en una geometría coherente: una que sea compatible con el mundo, pero también con lo que ya habíamos aprendido del mundo, de sus regularidades, de sus correlaciones, de sus patrones arquitectónicos.
Lo que tienen en común todos esos procesos, por todo lo que conocen hoy las neurociencias, es un mecanismo de abstracción progresiva. Los fonemas se abstraen en sílabas, raíces y sufijos, luego en nombres y verbos, después en oraciones simples que valen por un nombre o por un verbo dentro de una frase compuesta de mayor jerarquía. Parece el trabajo de un gramático, pero también es la operación estándar de nuestro córtex. Lo es de nuestro córtex lingüístico, una de las adquisiciones más importantes de la evolución de los homínidos, pero también del resto del córtex, que es un logro evolutivo muy anterior al lenguaje. Anterior en cientos de millones de años, por ponerle una datación conservadora. Porque lo que llamamos ver se basa en un proceso similar.
La visión empieza, como vimos antes, con una secuencia ordenada de las inclinaciones que muestran las fronteras entre la luz y la sombra. Esa clasificación ocurre en la región más primaria del cerebro visual, que se llama, no muy inspiradamente, V1. Las unidades funcionales del córtex, o al menos del córtex visual, se llaman columnas y tienen el tamaño de una mina rota de uno de esos lápices recargables. Imagina miles de ellas apiladas como vasos de tubo en una bandeja.
En V1, una columna se activa en respuesta a las fronteras horizontales, la de al lado en respuesta a las ligeramente inclinadas, la siguiente a las que están inclinadas un poco más, y así hasta una docena de columnas que completan el reloj. Como vimos, esta es la información elemental con la que las áreas visuales superiores generan sus modelos de las formas geométricas y de los objetos tridimensionales.
En su viaje hacia arriba (literalmente, desde la nuca hacia lo alto de la cabeza), la información se va haciendo cada vez más abstracta, paso a paso y de un modo automático. A cierta altura de esa escalera hacia lo abstracto, las columnas ya no responden a un tipo de objeto tridimensional visto en cierta orientación, sino a un tipo de objeto visto en cualquier orientación. Imagina una forma más o menos cúbica, como un edificio. Todas las orientaciones de esa forma cúbica tienden a formar una secuencia en nuestra experiencia (como al dar la vuelta al edificio). La siguiente área del córtex visual aprende esa secuencia como un todo. Así nace un concepto abstracto (cubo, aprenderá luego el niño en su clase de geometría).
Más arriba en esa jerarquía hay pequeños grupos de neuronas que significan Bill Clinton o Halle Berry, por citar dos ejemplos reales descubiertos por Christof Koch, un neurocientífico de Caltech (el instituto tecnológico de California). El reconocimiento de las letras y las palabras es otra de estas funciones de alto nivel.
Al igual que ocurría con el córtex lingüístico, las áreas visuales del cerebro forman una serie jerárquica. La primera área recibe de la retina un vulgar informe de luces y sombras (fonemas, notas musicales), pero entrega un mapa ordenado de las inclinaciones de esas fronteras (sílabas, intervalos musicales); la siguiente recibe esas líneas y entrega polígonos (palabras, acordes), que la otra convierte en formas tridimensionales, luego en conceptos geométricos abstractos, y dejo aquí los paréntesis al lector.
La teoría actual más radical sobre la neurobiología de la mente propone extrapolar ese mecanismo jerárquico de abstracción progresiva a todo el córtex cerebral. Incluidas las regiones más anteriores, o más próximas a la frente, que son las que han crecido más desproporcionadamente durante la evolución de los homínidos: las que más nos diferencian de un chimpancé, o de un australopiteco. Y que es donde un siglo de neurología ha situado nuestras más altas funciones mentales, como la autoconsciencia, la interacción social y los juicios éticos.
Pero, según la teoría radical, la única diferencia esencial entre las distintas áreas del córtex es la información que llega de abajo. Si le llegan superficies, genera objetos tridimensionales; si notas, genera melodías; si fonemas, genera sílabas; si nombres y verbos, genera frases. Ya ves la idea general. ¿Alguna propuesta para generar una metáfora? ¿O una teoría científica? Recuerda que también esas son funciones del cerebro, o al menos de algunos cerebros.
¿Qué dice todo esto sobre la naturaleza innata o aprendida de las facultades mentales? No gran cosa, en realidad. La capacidad del lenguaje, por ejemplo, es en gran parte innata en nuestra especie. Hay un “órgano mental del lenguaje”, como predijo Chomsky a mediados del siglo XX. Pero ¿qué pasa con la escritura y la lectura? La capacidad innata del lenguaje no evolucionó asociada a la visión, sino al oído. Hasta hace 5.000 años todo el lenguaje era hablado, y ese es un lapso demasiado fugaz para que la evolución invente un “órgano mental de la lectura”. Y sin embargo, los niños aprenden a leer de todos modos.
Las evidencias experimentales muestran que el aprendizaje de la lectura refuerza las conexiones entre la información visual —la percepción de la forma de las letras y de las palabras— con un dispositivo cerebral preexistente que maneja la sintaxis y la semántica, pero que estaba dedicado a analizar sonidos, no imágenes. Aprender a leer aumenta literalmente la materia gris en las áreas fonológicas del córtex cerebral.
¿Y dónde está el cubo de Necker? ¿Ahí fuera en el mundo físico? ¿O tan solo dentro de tu mente cansada? Vaya, eso es otro cubo de Necker.
El cubo de Necker tiene dos posibles interpretaciones: un cubo visto desde arriba o desde abajo. Es condenadamente difícil ver las dos a la vez. Tú sabes que están allí, pero cuando miras el dibujo solo ves una de ellas, generalmente la vista desde arriba. Pero basta que mires el dibujo un buen rato para que el cubo flipe a su otra interpretación. Como sucede con la joven y la vieja, o con la vasija y los perfiles, la información que te entra desde los ojos es siempre la misma, pero alguna parte de tu cerebro —eso que tú llamas yo— está oscilando entre dos percepciones, entre dos estados de consciencia. Más aún: con un poco de práctica, tú puedes dar una orden voluntaria a tu córtex visual para que te presente una imagen o la otra. ¿Qué quiere decir esto?
Nuestro cuerpo está representado en dos tiras verticales de cerebro, un poco por encima de cada oreja. Es el famoso homúnculo somatosensorial, esa figurilla deforme y horripilante de enorme boca y grandes manazas, en justa proporción a las zonas de la piel que le mandan más información sobre lo que tocan: sobre su textura y su temperatura, sobre su forma, también sobre su capacidad para hacer daño. Como nuestro cuerpo es un objeto situado en el mundo físico, y como su geometría es coherente con las coordenadas del entorno —un delante, un detrás, dos lados con la simetría familiar de los espejos—, el homúnculo somatosensorial es en realidad un mapa del mundo. Representa la realidad tal y como la percibe el sentido del tacto, nuestro contacto físico con las cosas.
Nuestra mente es en parte una colección de mapas interiores de ese tipo, aunque muchos no posean una topografía tan evidente como la del homúnculo, ni tan desagradable de observar. Lo primero que hace el córtex auditivo —tampoco muy lejos de las orejas, ni del homúnculo que representa nuestro cuerpo— con la masa sonora que le llega del mundo exterior a cada instante es clasificarla por sus frecuencias acústicas: como notas en la escala musical, casi literalmente. En el córtex visual, allí atrás en la nuca, los homólogos de las notas musicales son las inclinaciones de las fronteras entre la luz y la sombra.
Zonas del cuerpo, notas en la escala, secuencias ordenadas de ángulos, series de fonemas: mapas de los distintos ejes del mundo.
Puesto que, redondeando un poco, esos mapas encarnan toda la información que recibimos del mundo, se sigue forzosamente que el contenido de nuestra mente —las imágenes y las imaginaciones, el ruido de un motor que se acerca y la comprensión de la estructura de una sonata, la jerigonza absurda de un bebé y el verso profundo de un poeta— son elaboraciones internas del córtex cerebral, resultados de un proceso en gran medida inconsciente que va interpretando los datos crudos del mundo, extrayendo sus pautas e integrándolos en una geometría coherente: una que sea compatible con el mundo, pero también con lo que ya habíamos aprendido del mundo, de sus regularidades, de sus correlaciones, de sus patrones arquitectónicos.
Lo que tienen en común todos esos procesos, por todo lo que conocen hoy las neurociencias, es un mecanismo de abstracción progresiva. Los fonemas se abstraen en sílabas, raíces y sufijos, luego en nombres y verbos, después en oraciones simples que valen por un nombre o por un verbo dentro de una frase compuesta de mayor jerarquía. Parece el trabajo de un gramático, pero también es la operación estándar de nuestro córtex. Lo es de nuestro córtex lingüístico, una de las adquisiciones más importantes de la evolución de los homínidos, pero también del resto del córtex, que es un logro evolutivo muy anterior al lenguaje. Anterior en cientos de millones de años, por ponerle una datación conservadora. Porque lo que llamamos ver se basa en un proceso similar.
La visión empieza, como vimos antes, con una secuencia ordenada de las inclinaciones que muestran las fronteras entre la luz y la sombra. Esa clasificación ocurre en la región más primaria del cerebro visual, que se llama, no muy inspiradamente, V1. Las unidades funcionales del córtex, o al menos del córtex visual, se llaman columnas y tienen el tamaño de una mina rota de uno de esos lápices recargables. Imagina miles de ellas apiladas como vasos de tubo en una bandeja.
En V1, una columna se activa en respuesta a las fronteras horizontales, la de al lado en respuesta a las ligeramente inclinadas, la siguiente a las que están inclinadas un poco más, y así hasta una docena de columnas que completan el reloj. Como vimos, esta es la información elemental con la que las áreas visuales superiores generan sus modelos de las formas geométricas y de los objetos tridimensionales.
En su viaje hacia arriba (literalmente, desde la nuca hacia lo alto de la cabeza), la información se va haciendo cada vez más abstracta, paso a paso y de un modo automático. A cierta altura de esa escalera hacia lo abstracto, las columnas ya no responden a un tipo de objeto tridimensional visto en cierta orientación, sino a un tipo de objeto visto en cualquier orientación. Imagina una forma más o menos cúbica, como un edificio. Todas las orientaciones de esa forma cúbica tienden a formar una secuencia en nuestra experiencia (como al dar la vuelta al edificio). La siguiente área del córtex visual aprende esa secuencia como un todo. Así nace un concepto abstracto (cubo, aprenderá luego el niño en su clase de geometría).
Más arriba en esa jerarquía hay pequeños grupos de neuronas que significan Bill Clinton o Halle Berry, por citar dos ejemplos reales descubiertos por Christof Koch, un neurocientífico de Caltech (el instituto tecnológico de California). El reconocimiento de las letras y las palabras es otra de estas funciones de alto nivel.
Al igual que ocurría con el córtex lingüístico, las áreas visuales del cerebro forman una serie jerárquica. La primera área recibe de la retina un vulgar informe de luces y sombras (fonemas, notas musicales), pero entrega un mapa ordenado de las inclinaciones de esas fronteras (sílabas, intervalos musicales); la siguiente recibe esas líneas y entrega polígonos (palabras, acordes), que la otra convierte en formas tridimensionales, luego en conceptos geométricos abstractos, y dejo aquí los paréntesis al lector.
La teoría actual más radical sobre la neurobiología de la mente propone extrapolar ese mecanismo jerárquico de abstracción progresiva a todo el córtex cerebral. Incluidas las regiones más anteriores, o más próximas a la frente, que son las que han crecido más desproporcionadamente durante la evolución de los homínidos: las que más nos diferencian de un chimpancé, o de un australopiteco. Y que es donde un siglo de neurología ha situado nuestras más altas funciones mentales, como la autoconsciencia, la interacción social y los juicios éticos.
Pero, según la teoría radical, la única diferencia esencial entre las distintas áreas del córtex es la información que llega de abajo. Si le llegan superficies, genera objetos tridimensionales; si notas, genera melodías; si fonemas, genera sílabas; si nombres y verbos, genera frases. Ya ves la idea general. ¿Alguna propuesta para generar una metáfora? ¿O una teoría científica? Recuerda que también esas son funciones del cerebro, o al menos de algunos cerebros.
¿Qué dice todo esto sobre la naturaleza innata o aprendida de las facultades mentales? No gran cosa, en realidad. La capacidad del lenguaje, por ejemplo, es en gran parte innata en nuestra especie. Hay un “órgano mental del lenguaje”, como predijo Chomsky a mediados del siglo XX. Pero ¿qué pasa con la escritura y la lectura? La capacidad innata del lenguaje no evolucionó asociada a la visión, sino al oído. Hasta hace 5.000 años todo el lenguaje era hablado, y ese es un lapso demasiado fugaz para que la evolución invente un “órgano mental de la lectura”. Y sin embargo, los niños aprenden a leer de todos modos.
Las evidencias experimentales muestran que el aprendizaje de la lectura refuerza las conexiones entre la información visual —la percepción de la forma de las letras y de las palabras— con un dispositivo cerebral preexistente que maneja la sintaxis y la semántica, pero que estaba dedicado a analizar sonidos, no imágenes. Aprender a leer aumenta literalmente la materia gris en las áreas fonológicas del córtex cerebral.
¿Y dónde está el cubo de Necker? ¿Ahí fuera en el mundo físico? ¿O tan solo dentro de tu mente cansada? Vaya, eso es otro cubo de Necker.
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