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domingo, 9 de enero de 2011

Lluís Duch, maestro heterodoxo

El ser humano se halla siempre en peligro, y una de las funciones de la antropología debería ser su salvamento


Basta ver la televisión o leer periódicos para advertir que aquí se da una notable perversión de la palabra


LA VANGUARDIA Cultura | 22/12/2010 - 01:01h


ALBERT CHILLÓN


Antropólogo, teólogo, filósofo de la cultura y monje de Montserrat, Lluís Duch es un pensador en y de los márgenes, una de las más lúcidas mentes del país y autor de una caudalosa obra que aúna rigor y singularidad, radicalidad y ponderación, compasión y excentricidad, compromiso cívico y heterodoxia. Impugnador de las más veneradas latrías del tiempo -así las del mercado, la tecnología, el identitarismo o la misma fe que críticamente profesa-, este francotirador de las ideas ha devenido una insoslayable voz en el ágora intelectual autóctona. Una entrevista y un análisis de su obra nos acercan un poco a este maestro heterodoxo

Desde los años sesenta ha cultivado un pensamiento relativamente excéntrico y heterodoxo, situado en los márgenes de la filosofía, la antropología y la teología: una suerte de filosofía de la cultura, en propia confesión.

Mi intención ha sido formular una antropología de cariz filosófico y simbólico entendida como apología de lo humano,y netamente distinta de las antropologías sociales y culturales de cuño francés y británico. Porque creo que el ser humano se halla siempre en peligro, y que una de las funciones de la antropología debería ser su salvamento. Se trata de entrar en diálogo con el mundo contemporáneo, ya que ese es el laboratorio con el que contamos los antropólogos: el cúmulo de relaciones que entablamos los sujetos.

Suele afirmar que el anthropos no tiene naturaleza sino condición: es contingente y ambiguo, equívoco y limitado. Un ‘ser finito capaz de infinito’, como los escolásticos querían, así como una ‘coincidencia de opuestos’.

Todos esos rasgos pueden resumirse en la palabra ambigüedad, que es la marca propia de un ser que no posee respuestas a priori, sólo preguntas que suscitan respuestas siempre provisionales. De ahí que el esquema antropológico que uso se mueva entre la pregunta y la respuesta, una vía de acceso a nuestro ser que incorpora la contingencia y la duda, la vacilación y la decisión. Nuestra condición adverbial, en suma.

¿Es el problemático equilibrio de logos y mythos –siempre complicados– insoslayable para la salud personal y colectiva?
Evidentemente, porque esa apología de lo humano a la que aludo debería traducirse en una búsqueda de la salud personal y común, una cuestión de enorme alcance político. Pero la coimplicación entre logos y mythos –entre imagen y concepto– resulta capital porque somos un conjunto de facetas inconciliables entre sí, en principio. La vida humana es esa extraña, a menudo paradójica conjugación entre lo lógico, conceptual, analítico y experimental, por un lado, y lo mítico, intuitivo, sensorial e imaginal, por otro. La salud consiste en equilibrar ambas dimensiones.

El mundo enfrenta una crisis global que se manifiesta crudamente en la economía, aunque la trasciende con creces. ¿En qué consiste y dónde nace?

Este verano publicamos un artículo de opinión escrito a dos manos (El desahucio de las humanidades, en La Vanguardia, 1/VIII/2010) en el que expusimos que la actual crisis tiene muchos frentes, uno de los cuales es el patente desahucio que las humanidades están sufriendo. Aunque están siendo implacablemente podados, los saberes humanísticos son indispensables terapias para sujetos y colectivos, hoy en día aquejados por un enfermamiento perceptible, por ejemplo, en el aumento de la violencia y en el silenciamiento del auténtico diálogo, que requiere crítica, pluralidad, duda y preguntas. Suelo citar la anécdota que cuenta Lao Tsé: cuando el señor de su territorio le encargó el gobierno, le preguntó cuál era la primera medida que quería tomar; “La renovación, la curación de la palabra”, le replicó el sabio. Todo empieza yacaba con la palabra, y por tal entiendo cualesquiera expresividades humanas, incluidas nuestras facetas éticas y estéticas, amorosas y relacionales. Ese es el poliglotismo, el polifacetismo al que me refiero a menudo.

Los vigentes procederes y sistemas educativos tienden a relegar las ciencias humanas y a limar las aristas críticas de las sociales, en paralelo a la erosión de la democracia y a la general deshumanización, como arguye Martha Nussbaum y usted mismo ha escrito.

Ese diagnóstico salta a la vista en todos los ámbitos: se está produciendo una galopante degradación de la convivencia y, en suma, un proceso regresivo de deshumanización al que la postergación de las humanidades contribuye sobremanera. No aludo sólo a su supresión –algo muy significativo  por sí–, sino ante todo a la mentalidad de quienes la promueven. Porque esos saberes hoy relegados cultivan nuestro poliglotismo de homines loquentes, laposibilidad de convivir en relativa armonía. Su destrucción se fragua en la primera enseñanza y culmina en la universidad, y sin duda provocará una desestructuración simbólica altamente nociva.

Todo indica que ese desahucio de los saberes críticos coincide con los cultos profanos a la tecnología y al mercado que hoy imperan.

Así es. En general, los docentes han opuesto una casi nula resistencia a ese desahucio, impulsado por los ministerios y consejerías del ramo. La tecnolatría que suele aquejar a unos y a otros hace las veces de equivalente funcional de la religión. Y nace, además, de la crasa ignorancia de esa necesidad que tenemos los sujetos de aprender los variados registros de la condición humana, sin cesar enfrentada al mal y la beligerancia, la escasez y la incertidumbre. Y todo ello en nombre de una supuesta modernidad genuina, concebida en clave tecnocrática.

Nuestro país no vivió una Ilustración ni un Romanticismo cabales en su momento. ¿Qué efectos resultan de tal carencia?
Esa carencia ha sido fatal y sigue siéndolo en múltiples planos: en el político y cívico, en el ético y religioso, en el cultural y universitario. Hoy en día vivimos una enorme confusión. En antropología, por ejemplo, resulta palmario: carecemos casi por completo de precedentes, ya que cuando se desarrollaron las grandes antropologías europeas –en la segunda mitad del siglo XIX– aquí sólo había un puñado de folkloristas que manejaban metodologías obsoletas. De modo que no disponemos de ese género de reflexión que en Europa generó la Modernidad. Lo que sí tuvimos fueron guerras civiles, una barbarie que prácticamente duró hasta bien mediado el siglo XX.

El mesianismo, el populismo, la demagogia y el cinismo conforman una insidiosa patología que corroe los pilares de la democracia occidental, y muy en particular la que aquí renquea.

Observo con aprensión la vida pública catalana y española,y me parece evidente que el cinismo contemporáneo –que nada tiene que ver con el clásico– es uno de sus principales ingredientes. La derecha actúa con fraseologías de izquierda y esta hace otro tanto, ambas implicadas en una sobrecogedora subversión del lenguaje. Aquí se da una muy notable perversión de la palabra, empezando por las declaraciones de los líderes. Basta encender la televisión o leer los periódicos para advertirlo. Pero la verdadera democracia no se deja expresar con sustantivos, sino mediante verbos, y se pervierte –como el símbolo, por cierto– cuando se da por lograda: es un experimento que se valida o invalida en el ejercicio de la libertad y la solidaridad, el humor y la justicia, la paz y la reconciliación. Y debe serlo ahora y aquí, no en un más allá nebuloso. El cinismo, la demagogia y los mesianismos son los mayores enemigos de la democracia, por más que se valgan de su retórica. Son muchos los ejemplos de que disponemos, aunque en general no saquemos las consecuencias debidas.

El identitarismo ha devenido una de las mayores latrías del tiempo, acaso como reacción al pandemonio posmoderno y globalizador. ¿Qué reflexión le sugiere semejante deriva?

El ser humano es en esencia relación, y debe ensayar incesantes equilibrios entre centro y periferia. Esta premisa resulta capital para entender la actual crisis de relación entre Catalunya y España. A partir de una comprensión esencialista y por completo a histórica de la identidad y la tradición –de las raíces, en términos más religiosos–, desde el centro se pretende que todo sea centro, y desde la periferia, que todo sea periferia. El centro ha buscado consumar invasiones identitarias de la periferia, y esta ha respondido con proyectos dirigidos a la reconversión metafísica de la propia historia. El fruto de ello es la imposibilidad de que ambos polos entablen auténticas relaciones, que deberían caracterizarse por dar no sólo como inevitable, sino como creadora y provechosa, la existencia de sensibilidades distintas. De ello deriva también el aumento de la crispación, cuyo casi inevitable correlato –en ambos lados– es la aplicación de inmisericordes lógicas totalitarias, sobre todo por parte del más fuerte.

Maximalismos –travestidos de falsa radicalidad– que en nuestro país fomentan mandarinatos y camarillas dotados de amplio eco.

Se trata, en efecto, de capelletes regidas por ortodoxias de lo más sacristanesco y clerical –no importa que se expresen anticlericalmente a veces– que cuentan con ubicua presencia. Estas camarillasy cofradías actúan como poderes fácticos decisivos que imponen sus puntos de vista en todos los ámbitos, si hace falta al precio de marginar y hasta de silenciar a quienes no acatan sus dictados.

¿No es cierto que la principal vía de solución de la presente crisis pasa por la renovación del proyecto ilustrado y del Humanismo en su conjunto, ya no concebidos en clave logocéntrica sino logomítica, como usted propone?
La noción de logomítica designa la coincidencia de opuestos que somos. La obsesión por ser sólo lógicos o bien sólo míticos es una falacia, porque logos y mythos son realidades complicadas. Al Romanticismo le faltó Ilustración, y a esta, Romanticismo. Además de ser épocas históricas, tal como suele entenderse, ambos conceptos designan vertientes cruciales de nuestra condición. Es menester agregar, por otra parte, que uno de los ideales mayores de la democracia occidental fue la formación del ciudadano, su presencia en la vida privada y pública como alguien responsable, justo y libre. La crisis global actual lo es de la democracia y del ciudadano mismo, que ha sido reemplazado por el consumidor, de acuerdo con Zygmunt Bauman. El sustrato de todo ello es más hondo, no obstante: una vasta y honda crisis gramatical que afecta a todas nuestras instituciones: la política, la religión, la educación, la economía, la familia, la comunicación mediática, el ocio… El conjunto de los cauces de socialización que llamo estructuras de acogida.

¿Cómo salir de este brete histórico, potencialmente explosivo dado que el Estado de bienestar y la misma democracia resultan cada vez más insostenibles? ¿Qué puede proponer la antropología filosófica que cultiva?

La reforma del lenguaje a que Lao Tsé aludía puede parecerlesamuchos una solución retórica e ingenua, y sin embargo estoy convencido de que sería harto eficaz si hubiese personas dispuestas a aplicarla más allá de los oropeles del poder y la gloria, hoy disfrazados de tecnocrática eficacia. Reformar el lenguaje implica muchas cosas. En primer lugar, la pacificación y armonía de los hablantes que tienen a su cargo las distintas estructuras de acogida: las relaciones afectivas y de parentesco (codescendencia); las cívicas, éticas y políticas (corresidencia); las culturales y religiosas (cotrascendencia); y las transmisiones que la comunicación mediática incluye (comediación). En segundo lugar, hacerse cargo de lo que el ser humano va siendo en el curso de su trayecto vital: ambigüedad y contradicción, incertidumbre y finitud, interioridad y exterioridad: de ahí que precise lenguajes y traducciones, y que sea un ser mediado y ritual, simbólico y empalabrador, narrativo y ético. Finalmente, esa reforma del lenguaje implica desvelar la capacidad crítica, ponderativa y discernidora de los sujetos, su aptitud para plantear preguntas y respuestas siempre provisionales y responder sí o no, crítica y sabiamente al tiempo. La supuesta eficacia tecnocrática nos está conduciendo al reino de la credulidad y la mansedumbre más primitivas y groseras.

¿Cómo, por qué, para qué ser religioso hoy, cuando el vaticanismo renquea y Dios ha dejado de ser una premisa?

No sé si el vaticanismo ha llegado a su final, pero sí creo que el cristianismo continúa vivo porque sigue siendo marginal. Bloch decía que lo mejor de la religión es que provoca herejes. Las religiones, que han dado lugar a lo mejor y a lo peor, sólo lo son de veras cuando argumentan contra el sistema. Soy optimista acerca del futuro de un cristianismo profético y relativamente marginal, no sacerdotal como lo es ahora.

El autor

Albert Chillón es profesor universitario, ensayista y escritor. Autor, entre otros libros, de ‘La condición ambigua. Diálogos con Lluís Duch’, que el próximo mes  de enero publicará la editorial Herder. También colabora con Lluís Duch en ‘Antropología de la comunicación’, obra que constará de dos volúmenes y que editorial Herder publicará en el 2011 (el primero) y 2012 (el segundo

jueves, 12 de agosto de 2010

El desahucio de las humanidades

Per Lluís Duch, antropóleg y monjo de Montserrat, i Albert Chillón, professor titular de la Universitat Autònoma de Barcelona i escriptor (LA VANGUARDIA, 01/08/10)

Muy traída y llevada en atribulados tiempos que corren, a la palabra crisis le está pasando lo que a otras nociones fetiche (nación, masa, pueblo, opinión pública, identidad) que el sentido común da alegremente por supuestas, y que, sin embargo, ciegan mucho más que revelan. Sobre ella se ha tejido un discurso dominante de corte economicista, como si la presente debacle sólo admitiera esa lectura y la opaca jerga para iniciados que arrastra. No resulta corriente, sin embargo, que las reflexiones al uso devanen la madeja de causas cuya coincidencia – en distintos niveles y estratos-ha precipitado una colosal falla tectónica que muestra en la economía, en efecto, sus más acuciantes síntomas, pero que en el fondo abarca muy distintas facetas del presente: la política, la educación, la religión, la cultura y ese difuso aunque decisivo ámbito integrado por la ética, los valores y las costumbres. Es, de hecho, la totalidad de los sistemas vigentes lo que da muestras palpables de agotamiento.

Así las cosas, resulta perentorio orientarse en medio de este cafarnaúm, por más que las cartografías a mano no sean siempre fiables. Contamos con dos para empezar, grosso modo, útiles aunque incompletas. La primera la proponen de consuno el estamento político, las instituciones financieras y los medios de comunicación, e interpreta la crisis en clave excluyentemente crematística y productiva. Y la segunda, más matizada, procede de las ciencias sociales y subraya algunos asuntos de indudable relieve:



  • la poda de Estado de bienestar y la socialdemocracia; 
  • la erosión de las instituciones políticas, económicas y culturales a manos del populismo y la demagogia; 
  • el expolio del medio ambiente; 
  • el mal uso de los simbolismos religiosos y políticos; 
  • la degradación de la educación en instrucción; 
  • y, en suma, el arduo ejercicio de la ciudadanía.


Es preciso levantar acta, con todo, de que ni unos ni otros diagnósticos bastan para comprender una crisis ubicua cuyas grietas se infiltran y ahíncan por doquier, tanto que es indispensable afinarlos recurriendo a otro de índole humanística, sin el que resulta imposible identificar y curar la dolencia. A sabiendas, eso sí, de que ello implica remar contracorriente justo cuando las humanidades – uno de los grandes acervos de Occidente, no se olvide- están sufriendo un desahucio sin precedentes.

Si vindicamos las que Wilhelm Dilthey llamó ciencias del espíritu es porque tras el desbarajuste y la confusión se advierte una alarmante desestructuración del sujeto humano contemporáneo, capaz de acarrear traumáticos y aun colapsantes efectos: heredero de la Revolución Francesa y la Ilustración, supuestamente autónomo y acreedor de libertades y derechos, lo aqueja una dolencia que no sanarán placebos. Esta cruda coyuntura delata el estado de un enfermo que se ignora, y al que urge despertar so pena de perecer en la inopia. Los síntomas más llamativos incluyen...


  • el desmantelamiento del sujeto colectivo
  • el desaforado individualismo y la consiguiente desafiliación
  • ese declive del hombre público glosado con elocuencia por Richard Sennet. 
  • Pero también la pujanza del llamado pesimismo antropológico, amarga resaca del optimismo ilustrado desatada por las dos grandes guerras mundiales – Auschwitz, el gulag, Hiroshima-que hoy se traduce en la patologización de las conductas y el auge de las aflicciones y afecciones psíquicas.


La deriva general de Occidente ha ido mermando los proyectos colectivos en aras de los crasamente egotistas, a lomos de una sociedad obcecada en trocar los ideales de consumación por los de consumición, y al ciudadano por un cliente tan súbdito como ufano. No se trata, sin embargo, de un individuo realizado y pleno que haya cumplido el célebre “Llega a ser quien eres” de Píndaro, sino de alguien cuyo humano potencial se degrada en una interioridad sin exterioridad, rebosante de apetencias y huera de vínculos solidarios y compasivos. La ruina de las utopías emancipadoras de la modernidad ha traído consigo una hictopía que venera el ahora y aquí (hic),así como una apoteosis de la psicologización: la cultura del yo, el hedonismo sin finalidad, la conversión de la tecnología en tecnolatría o, en fin, la entronización del dios mercado como espectral baremo de medida y guía.

El panorama esbozado reviste especial gravedad en España, un país por el que casi pasó de largo la modernidad, tanto la de cuño ilustrado como la de cariz romántico. En los siglos XVIII y XIX, los universos físicos y mentales del sujeto moderno fueron forjados allende los Pirineos, dado el constante estado de guerra (in) civil que nos aquejaba, la a menudo sanguinaria afirmación de un imaginario nosotros ante todo cimentado en el narcisismo de las pequeñas diferencias, en el odio al otro y la aniquilación que de él deriva. Idóneo para espolear el delirio totalitario y la consiguiente hecatombe, el infausto esquema amigo-enemigo que hace casi un siglo acuñó el politólogo filonazi Carl Schmitt sigue generando nefastas secuelas por estos pagos, como las rebatiñas identitarias en curso – sea cual sea su signo-ponen sin cesar de relieve. Tan colosal desaguisado ha ido fraguándose durante las tres últimas décadas, entre el sopor de buena parte de la ciudadanía y el duermevela de la intelligentsia,a menudo absorta en afanes partitocráticos o académicos faltos de fuste crítico y traducción extramuros. Los efectos saltan a la vista: la crisis es planetaria, ni que decir tiene, pero aquí se manifiesta con un brío y gravedad singulares.

¿Qué hacer, con todo, para no sucumbir a la nostalgia de tiempos pasados ni a la desazón del futuro? Estamos convencidos de que habrá salidas y soluciones, y también de que sólo serán factibles reemplazando el mentado economicismo por una visión al tiempo crítica e integradora del mal de fondo. Y estamos persuadidos, así mismo, de que es prioritario promover la salud física, mental y espiritual del sujeto humano, una meta que exige sanear tanto su adentro como sus vínculos, y desde luego procurarle capacidad de discernimiento y ponderación, los criterios sin los que no podrá ejercer su libre albedrío ni afrontar los retos de una época marcada por el vertiginoso aumento del tempo vital, sin parangón en el pasado.

La devastadora recesión que sufrimos arraiga en un suelo integrado por imaginarios y valores, éticas y creencias: es una suerte de unánime y desaforado delirio de felicidad y poder hic et nunc lo que en realidad la nutre. Este, y no otro, es el auténtico  origen del presente pandemonio, cuya precipitación – nada casualmente, por cierto-ha coincidido con el rampante desahucio de los saberes críticos por parte de autoridades académicas y gobiernos, empeñados en apagar la llama de las ciencias humanas justo cuando más urge su lumbre. A nuestro entender, se impone una seria deliberación sobre los sistemas y procesos educativos, cada vez más sojuzgados por la racionalidad instrumental que imponen los poderes del mundo. Iniciada hace décadas, la vasta degradación pedagógica y gramatical en curso abarca desde la enseñanza primaria hasta la universitaria, y sus inmediatos frutos son la ceguera racional, el envilecimiento ético y la efectiva – y afectiva-descolocación de los individuos en su mundo. Parafraseando al eximio Paul Ricoeur, puede afirmarse que el ser humano sigue siendo posible en nuestros días, por más que sobre su nuca penda la espada de Damocles de la imposibilidad, la avasalladora deshumanización de la que brota la actual crisis.