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martes, 6 de mayo de 2014

El porqué de la ley del mínimo esfuerzo

A mucha gente le resulta misión imposible enfrentarse a una tarea tediosa. Otros, en cambio, aunque sientan pereza, logran motivarse y ponerse manos a la obra. Ahora la neurociencia ha hallado respuestas en el cerebro que explicarían el porqué de esa actitud distinta ante el esfuerzo

ES LA VANGUARDIA07/03/2014 Cristina Sáez

El porqué de la ley del mínimo esfuerzo
Esfuerzo, perseverancia y autodisciplina se enfrentan a la pereza, la distracción y la falta de motivación Georgina Miret

Seguramente, la siguiente situación les resulte familiar. Tienen que acabar de preparar un informe. O un presupuesto. O corregir exámenes. O una traducción. Se sientan frente al ordenador. Pero no pueden concentrarse. Les da tremenda pereza hacer aquello que tienen que hacer. Su mente comienza a divagar. Recuerdan la cena de ayer. Piensan en lo que tienen que hacer esta semana. Se despistan con el paso de una mosca o de un mensaje que les llega al móvil.

Hacen acopio de fuerzas y consiguen focalizar su atención durante unos minutos. Pero dura eso, minutos. Entonces abren el correo electrónico, miran los titulares de La Vanguardia, revisan el Twitter, hasta que el reloj les advierte que ya llevan una hora perdiendo el tiempo y que la fecha de entrega es mañana. Eso les hace sentir culpables; una vocecilla interior les recuerda que tienen que cumplir con sus obligaciones y, muy a su pesar, vuelven a la tarea que deberían estar haciendo. Y consiguen, afortunadamente y con mucho esfuerzo, acabarla.

Muchos días nos vemos en esa tesitura que nos emplaza a elegir entre aquello que queremos hacer y aquello que se supone que debemos hacer. Como si estuviéramos en una montaña rusa en la que vamos pasando por zonas de motivación y de tedio, de holgazanería y de perseverancia. “Saber, ¡claro que sabemos lo que tenemos que hacer!, pero nos resulta mucho más fácil hacer lo que nos apetece”, afirma el psicólogo cognitivo Gary Marcus, investigador de la Universidad de Nueva York, en una entrevista por videoconferencia.

Y sin embargo, aunque es algo que nos ocurre a todos en algún momento, no todo el mundo reacciona igual frente a una tarea. Mientras que a algunas personas les resulta sencillo ponerse a trabajar, a pesar de que aquello que deban hacer sea pesado, a otras, en cambio, aunque tengan por delante un trabajo atractivo y gratificante, les cuesta horrores activarse. ¿Y eso por qué? ¿Hay alguna razón que nos haga más, digámoslo así, perezosos o diligentes? Pues resulta que sí. Y la respuesta se halla en nuestro cerebro y, en concreto, en un neurotransmisor, la dopamina. Puede que les suene el nombre. Tradicionalmente se la ha relacionado con el placer. Se solía decir que era la encargada de poner en marcha nuestro circuito de recompensas. Sin embargo, era un error. Investigaciones recientes, algunas con sello español, han descubierto que del placer se encargan otras sustancias, como la serotonina. Y que la dopamina es la encargada de darnos el empujoncito que necesitamos para entrar en acción.

El delicado equilibrio entre coste y beneficio Una nueva investigación, publicada recientemente en el Journal of Neurosciences, ha arrojado algo de luz a qué ocurre en nuestro cerebro cuando nos debatimos entre obligación e indulgencia. Al frente está Michael Treadway, un psiquiatra investigador de la Harvard Medical School (EE.UU.), que hace unos años comenzó a preguntarse cuáles eran los procesos que ocurrían en el cerebro que nos hacía decantarnos por el esfuerzo o por la distracción. Este neurocientífico trataba a pacientes que padecían depresión y estos le contaban que sentían verdaderas dificultades para sentirse motivados por las cosas, incluso si éstas eran sus aficiones o actividades que les gustaban. Todo les resultaba un enorme –e insuperable– esfuerzo, le aseguraban.

Buscando documentación sobre el tema que le permitiera tener alguna pista sobre aquello que le sucedía a sus pacientes, Treadway dio con el trabajo de una valenciana, Mercè Correa, directora del Laboratorio de Neurobiología de la Motivación de la Universidad Jaume I (UJI), de Castellón, y de su colega de la Universidad de Connecticut, el investigador John D. Salomone. Ambos llevaban tiempo investigando en modelos animales el papel que tenía la dopamina en la motivación. Y ya habían hecho descubrimientos significativos.

“Todos sabemos que hay gente que es más perezosa que otra. El origen de esas diferencias en el cerebro era un misterio y era lo que pretendíamos averiguar". Salomone y Correa estaban observando el mismo fenómeno en modelos animales, cuando la función de la dopamina se interrumpía. Eso me llevó a preguntarme si tal vez ese neurotransmisor tendría un papel importante en los síntomas de falta de motivación en enfermedades como la depresión”, explica Treadway en conversación vía Skype.

Este psicólogo americano realizó un experimento con 25 voluntarios sanos, de edades comprendidas entre los 18 y los 29 años, a los que les propuso realizar unas acciones a cambio de una recompensa económica. Cuando era algo muy fácil, les reportaba un dólar (unos 70 céntimos) y cuando era algo más difícil, 4 (casi 3 euros). En cada ocasión, los psicólogos que conducían el experimento les decían si tenían una probabilidad alta, media o baja de obtener una recompensa.

Cada tarea, que consistía en apretar unos botones, duraba unos 30 segundos y debían repetirlas una y otra vez durante 20 minutos. Mientras, se iban tomando imágenes de la actividad de sus cerebros mediante una tecnología llamada PET (tomografía de emisión de positrones), que les permitía medir la actividad de la dopamina por todo el córtex cerebral. De esta manera, el equipo de investigadores –cuando se realizó el experimento, Treadway estaba en la universidad estadounidense de Vanderbilt– pudieron hallar correlaciones entre la actividad dopaminérgica y la voluntad de los participantes para completar las acciones menos placenteras. Así, vieron que los estudiantes que tenían más cantidad de dopamina en el estriado izquierdo (relacionado con el movimiento corporal) y en el córtex prefrontal ventromedial (implicado en la toma de decisiones) tenían más tendencia a trabajar más a cambio de grandes recompensas e incluso cuando la posibilidad de ganar dinero era muy baja, conseguían mantenerse motivados y seguir participando.

En cambio, vieron que en aquellas personas que se daban antes por vencidas, con menos tendencia al esfuerzo, había más dopamina en la ínsula interior, una zona cuya función exacta no está muy clara pero que al menos en este caso parece que responde a los costes o al dolor de tener que sufrir en una tarea desagradable. Una ínsula más excitada, al parecer, nos hace más vagos.

“Puede que esta zona [la ínsula] detecte la posibilidad de aburrimiento o las palpitaciones en el dedo dolorido después de tanto pulsar. O quién sabe, el dolor existencial de tener que hacer algo que realmente no queremos hacer. De nuestro experimento lo que se desprende es que cuanta más actividad dopaminérgica se produce en la ínsula, antes dejamos de esforzarnos”, explica Treadway.

Evaluando los pros y contras Los resultados de este estudio se suman a otros anteriores relacionados con cómo el cerebro analiza y evalúa el coste-beneficio de una acción. De manera inconsciente, nuestro órgano rey está continuamente mesurando aquello que debemos hacer y si vale la pena en función de la recompensa final. Y son esos cálculos los que al final acaban determinando si acaban, por ejemplo, de leer este reportaje o si, por el contrario, deciden consultar sus notificaciones de Facebook.

A menudo, aquellas cosas que debemos hacer requieren un esfuerzo considerable. ¿Han comenzado a estudiar un idioma nuevo o un instrumento, como la guitarra, de adultos? Ambas acciones requieren una infinidad de horas de inversión y no hay atajos que valgan. “Las tareas para las que debemos esforzarnos mucho necesitan de altas dosis de dopamina en el cerebro”, asegura Mercè Correa, investigadora de la UJI. Este neurotransmisor es el encargado de potenciar la fuerza de voluntad y resulta esencial para la motivación psicológica pero también para empujarnos a movernos físicamente. Es el elemento que, al final, inclina la balanza hacia “dejo las clases” o “voy a estudiar más, a ver si para en la próxima clase ya puedo tocar esta canción”.

La futura previsión de las consecuencias es lo que desencadena la liberación de dopamina –explica Carles Escera, al frente del grupo de investigación en neurociencia cognitiva del Instituto de investigación del cerebro, cognición y conducta (IR3C) de la Universitat de Barcelona–. Y para ello, evalúas en función de la experiencia pasada. A lo largo de la vida vas aprendiendo qué te gusta y qué no, qué cosas son aquellas por las que vale la pena esforzarse. Y eso se va almacenando en nuestro aprendizaje y va orientando nuestra conducta”.

De hecho, tenemos un cerebro que ya viene de serie preparado para el esfuerzo. Estamos programados para dedicar recursos y llevar a cabo tareas que no nos apetecen pero que, seguramente, sean de vital importancia. Y evolutivamente, al parecer, tiene lógica que sea sí. “Esas cosas que no tenemos ganas de hacer suelen ser necesarias para la supervivencia. Por ejemplo, nuestros ancestros necesitaban conseguir comidas ricas en calorías, como la carne, que les aseguraba sobrevivir durante un tiempo. Pero conseguir esa carne requería un enorme esfuerzo: recorrer largas distancias, cazar. La dopamina está ahí para ayudarnos y empujarnos a hacer aquello que resulta valioso para la supervivencia –explica Correa, de la UJI–. En nuestra sociedad hoy en día, quien persevera más es más probable que encuentre, pongamos por caso, un puesto de trabajo. No es que le resulte más fácil, sino que cuanto más perseverancia, más aumentas las probabilidades de conseguir un reforzador, en este caso, el trabajo”.

Aprendiendo disciplina Parece, pues, que el hecho de que seamos más proactivos o, en cambio, más remolones tiene que ver con un cerebro que libera más o menos dopamina. Entonces, ¿podemos culpar a las neuronas de nuestra indulgencia? Ni mucho menos. “Los niveles de dopamina en determinadas regiones del cerebro son una explicación, no una excusa”, opina el neurocientífico Carles Escera, de la UB. Es cierto que existe cierta predisposición genética: personas que nacen con menos dopamina y puede que eso explique por qué tienen una actitud más relajada en la vida. Pero el cerebro está en interacción con el medio y eso afecta a nuestra biología. Y podemos buscar diferentes estrategias para modular la manera de hacer de nuestro cerebro. “No es válido el determinismo de que nacemos así y así nos quedamos”, sentencia Escera. “La motivación está determinada por el cerebro pero es importante recordar que el cerebro está siempre cambiando. La dopamina juega un papel en el proceso: puede estimular cambios en el circuito responsable de codificar costes y beneficios y siempre se necesita cuando se quiere iniciar una acción. Pero no podemos decir que una cantidad concreta de dopamina produce una cantidad determinada de motivación en una persona. Porque eso cambia en función de la situación”, insiste Treadway. Existen formas de combatir la pereza. Para empezar, buscando nuestros propios estímulos que hagan decantar la balanza de costes-beneficios hacia los beneficios: desde la satisfacción de un trabajo bien hecho hasta los elogios del jefe o, también, evitar una bronca. “La dopamina nos aproxima a recompensas que nos gustan, pero también nos aleja de aquello que nos desagrada, nos ayuda a evitar el castigo o a enfrentarnos con nuestro superior si no hacemos nuestro trabajo. Actúa pues en los dos sentidos, poniéndonos en marcha para evitar consecuencias negativas o para acercarnos a aquello que nos gusta”, explica Mercè Correa.

Hay personas que tienen multitud de estímulos, desde la familia y los amigos, hasta el orgullo propio de hacer algo bien; y otras, en cambio, muy pocos. El caso extremo es el de los adictos a las drogas que reducen todos los estímulos que les proporcionan motivación a uno solo, la droga. Para conseguirla son capaces de todos los esfuerzos que hagan falta. Y como tenemos un cerebro plástico, capaz de cambiar para ir adaptándose a la realidad cambiante, podemos enseñarlo a modular ese sistema de coste-beneficio, y de esta manera vencer la pereza y esforzarnos más.

Mercè Correa acaba de comenzar una nueva línea de investigación en este sentido: con modelos animales, estudia si entrenando a los roedores desde que nacen en una actividad voluntaria, eso hace que de adultos estén motivados a realizar esfuerzos para conseguir otras tareas. “Queremos ver si podemos potenciar el sistema dopaminérgico, entrenarlo”, dice.

Nosotros, por nuestra parte, podemos empezar a entrenar nuestra fuerza de voluntad ya. Para adquirir disciplina, sobre todo en aquellas cosas que no nos gustan hacer. Eso no quiere decir que nos sintamos motivados, pero al menos seremos capaces de acabar haciendo el trabajo. Carles Escera, investigador de la UB, aconseja que cuando tengamos algo que nos resulte tremendamente pesado de hacer le asignemos a esa tarea una hora al día. O si eso nos parece mucho, podemos comenzar con 20 minutos. Durante ese tiempo, no hay excusas que valgan. Por ejemplo, si se trata de estudiar, durante esos 20 minutos hay que apagar el móvil, el ordenador, la música. Y sólo estudiar. Metas cortas.

Hay que ir repitiendo esa operación de forma sistemática cada día. El cerebro es moldeable y todos esos cambios comportamentales que nos imponemos, acabarán teniendo una consecuencia en la forma en que trabaja: acabará aprendiendo que tiene que esforzarse y vencerá esa gandulería inicial. “Si te autoimpones disciplina, el cerebro acabará asimilando que esa autodisciplina es reforzante en sí misma y funcionará como estímulo”, señala el doctor Escera. Así es que ya saben, tal vez, si han conseguido acabar de leer este reportaje puede que sea porque durante unas horas quien escribe ha conseguido ganarle la partida a la indulgencia. Y en su cerebro, a su vez, durante unos minutos al menos se ha impuesto su fuerza de voluntad. Quizás, quien sabe, este artículo les haya resultado un buen estímulo para hacerse con la batalla.
Estas dos listas de reproducción de Spotify pueden actuar como estímulo:
Música para concentrarse y trabajar, clica aquí.
Música para relajarse, clica aquí.

domingo, 16 de diciembre de 2012

¿Cuál es la diferencia entre trabajar la memoria y lidiar con toda la inteligencia?


Autor: Redes 11 diciembre 2012
 
http://www.redesparalaciencia.com/7978/que-quieres-saber/cual-es-la-diferencia-entre-trabajar-la-memoria-y-lidiar-con-toda-la-inteligencia#comments
 
imagen de un test de inteligenciaAl contrario de lo que se pensaba hasta hace poco, ahora sabemos que la inteligencia se puede mejorar con la práctica. Las últimas investigaciones han revelado que ejercitando nuestro potencial de memoria y nuestra capacidad de concentración estaremos entrenando también la inteligencia.


La respuesta es, por lo tanto, que si somos capaces de encontrar la motivación para aprender cosas nuevas, no solo estaremos trabajando ciertos aspectos de nuestro cerebro, sino que nos convertiremos en personas más inteligentes.

Los neurocientíficos llevan mucho tiempo tratando de averiguar cómo funciona la memoria y cómo es posible que los humanos podamos almacenar en nuestros cerebros los recuerdos de toda una vida. Si el cerebro es un órgano flexible que está en continua remodelación, ¿cómo es posible que nuestros recuerdos permanezcan y que a menudo podamos volver a ellos casi instantáneamente?

Hasta hace algunos años se creía que la memoria episódica (la relacionada con los sucesos que nos ocurren) se almacenaba exclusivamente en el hipocampo. Sin embargo, ahora se sabe que para almacenar los recuerdos durante tiempo intervienen otras muchas áreas del cerebro y que la evocación de un suceso concreto desencadena una cascada neuronal dispersa por todo el cerebro, ya que lleva asociadas imágenes, sonidos y emociones, cada una localizada en sitios diferentes.

Las últimas investigaciones sugieren que la memoria no es estática sino que los recuerdos se pueden fortalecer, debilitar o incluso alterar cada vez que los rememoramos, explicando así que la memoria sea tan flexible y moldeable como el resto del cerebro. Las nuevas experiencias hacen que se actualicen nuestros viejos recuerdos, funcionando como una Wikipedia, más que como una vieja enciclopedia.

Por otra parte, existen dos tipos de inteligencia, la «cristalizada», que se refiere a la utilización de las habilidades intelectuales existentes y conocimientos aprendidos, y la inteligencia «fluida», que se refiere a la capacidad de adquirir nuevos conceptos y de relacionarlos entre sí para adaptarse a las nuevas situaciones; es decir, la capacidad para resolver problemas.

Ya se sabía que con el entrenamiento adecuado se puede mejorar la inteligencia cristalizada ya que la práctica mejora el rendimiento de casi cualquier tarea que los humanos podamos entablar, tanto si es aprender a leer como a andar en bicicleta. Pero los últimos descubrimientos han puesto de manifiesto que también la inteligencia fluida, hasta hace poco considerada inmune al entrenamiento, puede ser mejorada a través de la práctica de la memoria a corto plazo o memoria de trabajo. La memoria de trabajo es la encargada del recuerdo inmediato y repetición de palabras, números y melodías, y de la información espacial. Pero también es la responsable de nuestra capacidad para manipular la información que almacenamos y para conectar unos datos con otros.

Pues bien, si entrenamos la memoria de trabajo y la capacidad de concentración, la mejora en las habilidades cognitivas será notable y esto ayudará a incrementar la capacidad para llevar a cabo tareas mas complejas y resolver problemas, es decir, se desarrollará la inteligencia fluida.
Todos estos datos reveladores indican que nuestro cerebro es mucho más moldeable de lo que creíamos, que todo en él está conectado y que la curiosidad y las ganas de aprender cosas nuevas en la vida, no sólo aumentarán nuestra creatividad y nuestra capacidad de memoria sino que nos harán más inteligentes.

lunes, 22 de febrero de 2010

Es la dopamina, no la voluntad

Fuente: http://www.lavanguardia.es/premium/epaper/20100222/53894328730.html

Investigadores de la UAB encuentran anomalías relacionadas con la motivación en niños con trastorno por déficit de atención e hiperactividad

ANA MACPHERSON - LA VANGUARDIA -22/2/2010- Barcelona

Cuando niños con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) logran pasar horas dándole con los pulgares a su Nintendo y se muestran en cambio incapaces de completar un examen con diez problemas, los adultos suelen escamarse. ¿Sólo son inatentos con las mates, con el trabajo, con los deberes? La clave para entender esta disparidad no parece estar en la voluntad o la mala educación, sino en los confines del cerebro. Más concretamente en el núcleo accumbens, una pieza esencial del estriado ventral, la región del cerebro relacionada con el placer y la recompensa. Es, al final, una cuestión de dopamina.

Ese núcleo situado en las profundidades cerebrales está alterado en los niños con TDAH. Así lo han demostrado investigadores de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) y del Vall d´Hebron. "A través de una resonancia magnética nuclear a 42 niños entre 6 y 18 años con TDAH, y otros 42 con la misma edad y sexo y sin ninguna anomalía cognitiva o de conducta, hemos comprobado que el volumen de esta región, el estriado ventral, está reducido en los que tienen TDAH", explica Sussanna Carmona, investigadora de la unidad de Neurociencia Cognitiva de la UAB (IAPS-Hospital del Mar). Tradicionalmente se pensaba que el TDAH sólo era una alteración cognitiva, que sólo afectaba a la atención propiamente dicha. Ahora se confirma que también hay problemas para mantener esa atención por alteraciones en el proceso de motivación y que esa es la razón por la que quienes tienen ese trastorno mejoran su atención cuando el estímulo es inmediato. Como con la consola.

La motivación.

"Para hacer cualquier cosa tenemos que estar motivados, se ha de activar el circuito", recuerda la investigadora. El segundo paso es tener la capacidad cognitiva para hacerlo, y el tercero, la capacidad motora. Pero si falta el primero, el resto no se puede poner en marcha.

Dopamina a pequeñas dosis.

"Cuando tenemos que estudiar hoy para lograr un aprobado en junio, nuestros circuitos de recompensa han de tener un determinado nivel de dopamina para ir liberándola en pequeñas dosis cada cierto tiempo: así mantenemos la motivación a largo plazo. Con el TDAH esta función está alterada y parece, al menos en una parte de los casos, que no se produce esta liberación a pequeñas dosis de la dopamina, por lo que no hay motivación a largo plazo". ¿Y la educación? "Modula, claro, pero estamos hablando de un estado, que tienes o no tienes".

Por eso mismo, el hallazgo puede tener consecuencias en el modo de enseñar y educar a estos niños: "mantenerles atentos puede depender de saber dar compensaciones inmediatas", explica Susanna Carmona.

Dos déficits.

"Si puede mantener la atención en el juego de su consola y no en otras muchas actividades, es posible que su problema no sea atencional propiamente dicho, sino de alteraciones en el proceso de refuerzo, en el sistema de recompensa", apunta la doctora Carmona. "Creemos que en el TDAH conviven los dos déficits". Es más, en los niños y niñas estudiados, cuando más reducido aparecía el estriado ventral, más hiperactividad e impulsividad se detectaba. El sistema de recompensa existe también en otros seres vivos. Por ejemplo, las ratas, animales que han contribuido a conocer estas profundidades cerebrales. Este circuito interviene, por ejemplo, en la adicción al tabaco: "Ante un cigarro, esta región que codifica la motivación se activa muchísimo", explica la investigadora de la UAB. El trabajo, en el que han participado la Unidad de Neurociencia Cognitiva de la UAB (IAPS-Hospital del Mar) e investigadores clínicos del Vall d´Hebron, ha sido publicado en la revista Biol Psychiatry.

domingo, 21 de febrero de 2010

Escolares sin motivación. "La escuela tiene que reinventarse, pensar para qué sirve, y una de las respuestas ha de ser para que al alumno le guste aprender"

Las enseñanzas han de conectar con la vida e intereses de los alumnos

Si los niños son curiosos por naturaleza, ¿por qué muchos se pasan el día diciendo que aprender es aburrido? ¿Qué pasa en su cole? ¿Por qué tenemos la sensación de que muchas escuelas no motivan?


MAYTE RIUS | 20/02/2010 |SUPLEMENTO | Ciudadanos

La desmotivación de los alumnos, su falta de interés por aprender, es objeto continuo de debate y reproches entre la comunidad educativa. Para algunos progenitores, la falta de motivación de los estudiantes es culpa de la escuela, que no se ha adaptado a los cambios sociales, y de los profesores, que se han quedado obsoletos, están deprimidos o estresados y no tienen autoridad. Para algunos profesores, los responsables son los padres porque no inculcan cultura del esfuerzo a sus vástagos y estos rechazan cualquier actividad que no les divierta o que exija esfuerzo.

PARTICIPACIÓN

Escuelas elitistas de principios del siglo XX, la escuela pública y laica de la Segunda República, la rigidez en el franquismo, la renovación pedagógica de la transición y los numerosos cambios en el currículum escolar de los últimos años. Detrás de todos estos modelos educativos existen experiencias personales, positivas y negativas.

¿Qué recuerda de la educación que se impartía en su escuela? Explique su historia y envíe sus fotos a participacion@lavanguardia.es


Para no aburrir...

El educador estadounidense Horace Mann aseguraba que "el maestro que intenta enseñar sin inspirar en el alumno el deseo de aprender está tratando de forjar en un hierro frío". Y los especialistas en educación consultados apuntan una serie de cuestiones que contribuyen a alentar ese deseo.

Contenidos atractivos

Hay que llevar la vida real al aula y hacer ver a los alumnos la aplicación presente o futura de lo que estudian para evitar el aburrimiento. Ello exige, según muchos expertos, renovar los contenidos curriculares y adaptarlos a la nueva sociedad del conocimiento.

Actitud entusiasta

Para crear un clima estimulante en clase, es imprescindible que el docente esté motivado y se entusiasme con su trabajo. Si el profesor ya espera desmotivación por parte de sus alumnos, transmitirá ese mensaje con su lenguaje no verbal y no obtendrá una respuesta positiva de ellos. Conviene evaluar periódicamente las propias estrategias para ver qué conviene mejorar.

Nuevos métodos

Las nuevas tecnologías, los museos, las exposiciones, las empresas... Hay material suficientemente variado para hacer más atractivo el aprendizaje y promover la enseñanza práctica, más que teórica, pues la información está al alcance del alumno por muchas y muy distintas vías. Se puede trabajar en grupo, promover el aprendizaje por proyectos, simultanear varios aprendizajes en el aula de la mano de varios profesores, especializar aulas por materias... Se pueden combinar y adaptar las metodologías y los estilos de aprendizaje (pragmático, teórico, reflexivo, activo...) según el perfil de los alumnos de cada grupo; y fomentar la versatilidad y el dinamismo en función de las actividades que se van a realizar, recurriendo a los ejemplos de forma habitual.

Mejor comunicación

Los profesores deben saber hablar muy bien, modular su habla con cambios de tono y ritmo, utilizar un discurso jerarquizado y coherente y un lenguaje evocador, sugerente. También hay que favorecer la conversación con los alumnos, permitir que puedan preguntar y comentar para así conocer su situación, deseos y necesidades, y conectar mejor con ellos. Esa comunicación ha de servir también para valorar éxitos y fracasos, y para crear sentimiento de grupo, de modo que el alumno sienta el apoyo del profesor y de sus compañeros.

Compromiso familiar

"Dad al niño el deseo de aprender y cualquier método será bueno", decía Rosseau. Y las familias resultan decisivas a la hora de despertar ese deseo, tanto por la vía de inculcar interés por la actividad intelectual y alentar el esfuerzo, como de respaldar y enaltecer la tarea de la escuela y de los maestros.

Más medios

Contar con unas buenas instalaciones para hacer de las aulas un lugar agradable o impartir algunas clases al aire libre, y disponer de los medios suficientes para poner en marcha nuevos recursos didácticos, como la fotografía, el cine, internet o la pizarra digital, siempre estimula.



En uno y otro bando, y en otros ámbitos relacionados con la educación, hay quienes consideran que esto de la motivación es una falacia, porque los alumnos llegan a la escuela o al instituto queriendo que se les entretenga, como si fuera un circo, "y eso es engañarles, porque la escolarización es una obligación, aprender requiere esfuerzo, nadie puede hacerlo en lugar del alumno y éste es el único responsable de su fracaso", dicen. Hay, por tanto, versiones para todos los gustos. Pero, después de escuchar a psicólogos, pedagogos, maestros, estudiantes y padres reflexionar sobre el tema, parece claro que la motivación sí es importante para el éxito educativo, y que lo que ocurre en la escuela –y en cada aula concreta– año tras año tiene una influencia directa y determinante en la capacidad o incapacidad de los alumnos para la motivación y el esfuerzo. De ahí que, sin menospreciar la complejidad del tema ni esconder que hay muchos otros factores que influyen, como la familia, los cambios sociales, la tecnología o los siempre criticados medios de comunicación, hayamos puesto el foco de atención en qué pasa en las aulas para que muchos escolares se aburran y no consideren útil la escuela ni el esfuerzo de aprender.

Y en ese ámbito, los especialistas consultados coinciden –aunque con diferentes intensidades y matices– en que hay problemas de adaptación, de contenidos, de métodos, de estrategias e incluso de compromiso por parte de los profesores y también de las familias. "Muchos alumnos, aun sin ser plenamente conscientes, se desmotivan por falta de estímulos suficientes en el aula; en las programaciones no siempre se tienen en cuenta sus intereses, y el proceso educativo sigue más centrado en la enseñanza y el profesorado que en el aprendizaje y en el alumnado", opina Valentín Martínez-Otero, psicólogo, pedagogo y profesor en la facultad de Educación de la Universidad Complutense.

Pedro Rascón, presidente de la Confederación Española de Asociaciones de Padres y Madres de Alumnos (Ceapa), cree que el problema estriba en que la sociedad ha cambiado mucho en los últimos años y esos cambios no se han trasladado a la escuela. Coincide con él Rafael Feito, profesor de Sociología de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid: "La escuela es una institución moderna, pero la sociedad ya es posmoderna; la escuela era una institución con un papel trascendental que llevaba el conocimiento a gentes y lugares que no tenían acceso a él, y ahora su relevancia es menor, porque los niños y niñas llegan a la escuela sabiendo ya muchas cosas, y vivir en la sociedad del conocimiento implica que hay muchas más instituciones educativas, desde Atapuerca hasta el CosmoCaixa, pasando por el ordenador o la televisión".

Y añade que todos estos cambios, sumados al de la escolarización obligatoria hasta los 16 años, han sido retos que la escuela y muchos docentes no han sabido asumir. "Cuando muchos de los actuales profesores comenzaron a trabajar, lo hacían en centros casi de élite, y ahora en esos centros se escolariza a todo el mundo; además, esos profesores que se incorporaron en la transición, que eran jóvenes y próximos a sus alumnos, que compartían con ellos la lucha por la democracia, ahora están al borde de la jubilación y a gran distancia generacional de los alumnos, y tienen un poco la sensación de que les han cambiado su contrato y condiciones de trabajo", dice Feito.

Martínez-Otero considera que la falta de motivación no es responsabilidad exclusiva del profesor o de la institución escolar (incluye entre los culpables a la televisión e internet, que han creado el "puer videns" o videoniño, acostumbrado a ver pero no a leer ni a pensar, y que ofrecen modelos de triunfo sin esfuerzo ni preparación), pero enfatiza que hay todo un sector docente instalado en el malestar, "cuando no en un estado depresivo, en un trastorno de ansiedad o en el estrés, siquiera sea por la inseguridad laboral en que se encuentran, por la sobrecarga e indefinición de tareas, por la falta de un sistema apropiado de evaluación del profesorado –cada vez más burocrático y deshumanizado–, por el desconcierto ante una legislación que no cuenta con ellos todo lo que debiera, porque se realizan demasiados experimentos pedagógicos, porque algunos padres renuncian a su labor educadora primera y principal, porque algunos escolares conocen sus derechos pero no sus deberes, porque los alumnos nacen y crecen en entornos crecientemente tecnificados muy expuestos a nuevos sabios virtuales que desplazan a los profesores en credibilidad, etcétera".

Lourdes Bazarra, profesora y formadora de profesores y equipos directivos de Arcix, cree que la sociedad exige demasiado a la escuela, más de lo que la institución y los profesores pueden hacer, y que eso ha provocado una ruptura con las familias que debe superarse. "La escuela tiene que reinventarse, pensar para qué sirve, y una de las respuestas ha de ser para que al alumno le guste aprender; porque se ha pasado de una escuela en la que el profesor era un sabio y lo que decía iba a misa, a una escuela al servicio de la sociedad, donde todo el mundo es experto en educación, y por eso muchos niños piensan que no vale la pena ir a la escuela", señala. El primer reto, en su opinión, es conseguir que la escuela seduzca, interese y provoque curiosidad. "Esto, que es excepcional, debería ser lo habitual; los alumnos deberían ir a clase pensando "a ver qué descubrimos hoy"; y eso se consigue implicándoles en su aprendizaje, porque si no, son espectadores y jueces", apunta la especialista de Arcix.

Y hay bastante unanimidad entre los especialistas consultados en que la implicación se logra conectando las enseñanzas con la vida de los niños, acercando los contenidos curriculares a sus intereses. "No es cuestión de que la clase sea un espacio circense donde el profesor tenga que hacer de todo –disfraces y tecnología incluidas– para captar la atención y motivar a sus alumnos, pero eso no implica que no haya que revisar los temarios y mirar qué necesitan a día de hoy saber los alumnos, porque el acceso a la información ya lo tienen, no necesitan más libros que la amplíen, pero sí necesitan pensamiento crítico y desarrollar las nuevas habilidades que requiere la sociedad del conocimiento", afirma Virginia García-Lago, profesora de Psicología de la Educación de la Universidad Camilo José Cela de Madrid.

"La mayor parte del conocimiento tiene fecha de caducidad y no sabemos qué conocimientos, más allá de la alfabetización fundamental, serán precisos para cuando los escolares de hoy sean adultos; la escuela sigue pensando que los conocimientos académicos tradicionales son lo más importante, pero quizá necesiten aspectos menos intelectuales, como relaciones interpersonales, comunicación, introspección, pensamiento crítico, creatividad, innovación o imaginación", remarca el sociólogo Rafael Feito. Está convencido de que la falta de motivación responde a que lo que enseña la escuela está muy alejado de la realidad de los alumnos. "Hay colegios que sí resultan motivadores porque los niños eligen qué proyecto trabajarán cada trimestre; esos alumnos se entusiasman por el conocimiento porque aprenden cosas que les interesan", asegura.

Incluso quienes como Ricard Aymerich, presidente de la Confederación Estatal de Movimientos de Renovación Pedagógica, matizan la afirmación de que la escuela no motiva –"el problema es que exige trabajo"–, admiten que el gran reto de la enseñanza y de los docentes es que el alumno perciba que lo que se le plantea en clase tiene que ver con su vida, que le interesa. "Cuando en la escuela primaba la disciplina, los chavales no se planteaban si lo que les explicaban tenía que ver con ellos, pero ahora se lo plantean y lo pueden expresar, y el gran reto es adecuar la planificación y las actividades para dar respuesta a esas inquietudes, y hacer uso de los recursos del entorno más próximo de los alumnos para conectar más con su vida", reflexiona Aymerich. En ese marco, considera indispensables la incorporación de las pantallas y del lenguaje de imágenes a la escuela, y su dominio por parte del profesorado para poder dar una formación crítica.

Pedro Rascón, el presidente de la Ceapa, piensa que para que la escuela motive hacen falta más cambios de metodología que de contenidos. "Tenemos el currículum más denso de toda la Unión Europea, y hoy día no hace falta inculcar muchos conocimientos porque gran parte de ellos los puedes adquirir en cualquier momento; el papel del profesor ha cambiado, y más que transmitir conocimientos, que son universales y accesibles, debería enseñar a discernir, a saber qué hacer con toda esa información que pulula por ahí", declara. Por ello, Rascón incide en la necesidad de mejorar la formación del profesorado, "de dotarle de capacidad y herramientas para que lo que haga en el aula resulte motivador para el alumno".

José Escaño, orientador escolar del instituto Gabriel García Márquez de Madrid y coautor de Cinco hilos para tirar de la motivación y el esfuerzo (Horsori), considera demasiado superficial vincular la motivación a las estrategias o los ardides que tienen que llevar a cabo los maestros o los padres para que el alumno trabaje. "La motivación debería tener un carácter más permanente, no depender sólo de un tema atractivo o de un extraordinario profesor; tiene más sentido plantearla como un desarrollo de capacidades en el alumno", indica. Escaño está convencido de que la motivación por el trabajo escolar no es una disposición natural, sino que se aprende y, por tanto, ha de enseñarse: "Es una actividad que supone esfuerzo intelectual, que no se le da bien a todo el mundo, y que requiere tanto enseñar buenos motivos para trabajar como soportar el esfuerzo y hacerlo eficaz". Recuerda que el currículo educativo ya establece que hay que enseñar a motivarse y a desplegar un esfuerzo eficaz, aunque no todos los docentes impartan estas enseñanzas. "Los profesores, al mismo tiempo que enseñamos una materia, deberíamos enseñar estrategias para estudiarla y aprenderla", comenta. Y propone convertir el estudio en "deberes", con un cuaderno de estudio donde el profesor pueda mandar y controlar estrategias de aprendizaje.