Una brillante farsa
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Tras reconocer que en su nuevo libro cae en el engaño de citar a un pensador ficticio, el autor felicita al creador de la impostura. También critica la oferta de un puesto político en Francia a una mujer con velo
BERNARD-HENRI LÉVY 14/02/2010
Pues sí... A menudo he citado un libro de Jean-Baptiste Botul publicado en 2004 por las ediciones Mille et une Nuits y titulado La vida sexual de Emmanuel Kant (¡genial, este título!). Lo comenté ante los alumnos de la Escuela Normal Superior de la calle Ulm, el pasado 6 de abril, y volví a mencionarlo en De la guerra en filosofía, que es el fruto de esa conferencia. Pues resulta que el libro es una farsa. Una farsa brillante y muy verosímil surgida de la imaginación de un periodista guasón de Le Canard Enchaîné, Frédéric Pagès, que además es un buen filósofo. Y yo me la tragué, como también se la tragaron, antes que yo, los críticos que reseñaron el libro en el momento de su aparición. Me la tragué como Pascal Pia y Maurice Nadeau se tragaran el falso Rimbaud inventado por Nicolas Bataille y Akakia-Viala. Y como tantos eméritos lectores se tragaran los falsos Gary, que éste firmaba "Ajar", o al falso Marc Ronceraille inventado por Claude Bonnefoy, que llegó incluso a dedicarle un volumen de la prestigiosa colección Escritores de siempre. Así que sólo tengo una cosa que decirle al artista -y es de corazón-: ¡Chapeau! Bravo por ese Kant inventado, pero más real que el de carne y hueso, y cuyo retrato, ya lo firme Botul, Pagès o Perico de los palotes, sigue pareciéndome igual de acorde con mi propia visión de un Kant (o incluso de un Althusser) atormentado por demonios menos conceptuales de lo que parece. Como es sabido, las bromas intelectuales son una tradición normalista, así que reconozco haber experimentado cierto placer al caer en la trampa, a mi vez, de una mistificación tan bien tramada.
Pasemos a algo más importante. El domingo pasado tuvo lugar en la Maison de la Mutualité, en París, el XII Fórum de los Psys, que Jacques-Alain Miller me había pedido que presidiera y cuyo lema era "Evaluar mata". ¿Y por qué evaluar mata? ¿Por qué esa manía de evaluarlo todo, en particular en la empresa, tiene consecuencias mortíferas, como vimos por ejemplo con ocasión de los suicidios en serie de France Télécom, a los que le dediqué un artículo el 15 de octubre de 2009? Al menos por dos razones. Quien dice "evaluar" dice "comparar", y comparar implica desencadenar en el seno mismo de la empresa una rivalidad mimética generalizada, una guerra de todos contra todos, una lucha que tendrá, entre otros efectos, el de romper las solidaridades que antaño entretejían el vínculo social y hacían que, cuando un obrero flaqueaba, cuando uno de los peones de "La taberna" no se encontraba en condiciones de seguir, otros lo reemplazaban y, así, le permitían tomarse un respiro.
Y, además, quien dice "evaluar" dice "contabilizar", y quien dice "contabilizar" dice, por definición, reducir al ser humano a su dimensión cuantificable, eliminar de él todo lo que tiene que ver con el deseo, la libido, los caprichos, los lapsus y los accidentes del inconsciente, o del alma; en otras palabras, con la vida. Y, queramos o no, eso equivale a transformarlo casi automáticamente en un objeto, en un cero a la izquierda, en un desecho, y al final, según sea mayor o menor la resistencia de cada uno, tal vez, a empujarlo al suicidio. El capitalismo moderno conoció una etapa de taylorismo. Tuvo también una "fase Bentham", el inventor del famoso panóptico y de su sistema de vigilancia permanente y generalizada. Pues bien, puede que ahora esté entrando en la era de las TCC -terapias cognitivas y de comportamiento-, cuyos inevitables daños vienen denunciando, casi en exclusiva y hace ya mucho tiempo, los analistas lacanianos de la Escuela de la Causa Freudiana.
Y algo sin duda más importante aún. Olivier Besancenot le ha propuesto a una mujer velada que represente a su partido en Provenza-Alpes-Costa Azul, con vistas a las próximas elecciones regionales. Esta decisión es odiosa por tres razones. Porque contraviene los principios del laicismo que, pensemos lo que pensemos de la ley sobre el burka -que desde hace algunas semanas agita a la opinión pública-, prescribe que hay al menos un espacio, aquel en el que se expresa o, mejor dicho, en el que se construye, se moldea y deja oír su voz la ciudadanía, en el que esta clase de signo no tiene cabida. En segundo lugar, porque es una bofetada para todas las mujeres que creían comprender que, hoy por hoy, son iguales a los hombres y que su rostro es por tanto un rostro, un verdadero rostro, no un objeto de escándalo, no un desorden que hay que controlar, no algo ofensivo que nadie quiere ver y convendría disimular, no una impureza. Y, finalmente, es odiosa porque, además, es un ultraje a todas las mujeres que, fuera de Francia y, en particular, en los países de mayoría musulmana, luchan a rostro descubierto contra una prescripción que, como ellas bien saben, no es religiosa, sino política, política de principio a fin, y cómplice de las tiranías más aterradoras.
¿Cómo compartir la inquietud e incluso la solidaridad del mundo con esas mujeres que en estos momentos desfilan por las calles de Teherán, si nos prestamos, aquí mismo, a avalar e incluso a promover los emblemas de la política contra la que ellas se rebelan? El laicismo, el feminismo y el internacionalismo fueron principios fundamentales de la extrema izquierda en los tiempos en que ésta tenía alma. Pues a esos tres principios, es decir, a lo mejor de su memoria, es a lo que le dan la espalda hoy sus oscuros y abusivos herederos.
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