Josep Maria Ruiz Simon - LA VANGUARDIA 22/12/2009
La revista Cités se ocupaba, en una de las entregas de este año, de una grave enfermedad epidémica que se extiende por instituciones y empresas y que ataca indiscriminadamente a todos los sectores, en los servicios privados y en los públicos: la ideología de la evaluación. Su director, Yves Zarka, mantenía, en su escrito introductorio, dos tesis: que esta ideología existe y que es una de las grandes imposturas del último decenio. No seré yo quien lo desmienta. Evaluar significa señalar el valor de una cosa. La ideología de la evaluación juega a dar por hecho que este valor puede medirse neutral y objetivamente. Y sobre este prejuicio y sobre la fe ciega en que de esta medición depende la optimización de los resultados o los servicios edifica su Iglesia. Como señala el propio Zarka, la trampa consiste en hacer pasar por una medida objetiva o como un control factual de calidad lo que es un puro y simple ejercicio de poder. Gracias a este juego de manos, ejercen su imperio quienes tienen la potestad de decidir sobre lo evaluable y sobre la manera de evaluarlo y quienes nombran a aquellos expertos en evaluaciones, que fijan los criterios de evaluación, y a los evaluadores expertos, que a partir de ellos juzgan. Las virtudes de esta manera de ejercer el poder son evidentes, sobre todo cuando los ingresos de los evaluados dependen del valor que se fija por sus servicios. Se trata de una buena práctica, diría incluso que de una práctica inmejorable, cuando el objetivo buscado es conseguir subrepticiamente que quienes son objeto de evaluación se adhieran, sumisos e incluso con entusiasmo, a la lógica desde la que se los valora, aunque esta pueda no ser la propia de los servicios que prestan, como sucede, por ejemplo, cuando se valora, con criterios economicistas, la productividad de los servicios de enseñanza. Ante esta ventaja, se convierte en una cuestión baladí la del probable empeoramiento de los servicios que la evaluación pretende optimizar. Las aportaciones de la ideología de la evaluación a la historia reciente de aquella servidumbre voluntaria de la que habló La Boétie en el Renacimiento son inestimables. Y llegan a superar en eficacia los resultados alcanzados en este mismo ámbito por la ideología de las privatizaciones con su precarización del mercado laboral.
Constata también Zarka que, en su apoteosis actual, la evaluación se ha situado a sí misma como una disciplina universal, como un saber sobre el saber, como una competencia sobre la competencia. Esta peculiar inserción de la ideología de la evaluación en el ámbito del conocimiento hace pensar en aquella sabiduría que Aristóteles denominó la ciencia buscada, la misma que acabo recibiendo por error el nombre de metafísica y que Leibniz, que murió sin conocerla, describió como una ciencia anómala porque, pese a ser considerada la reina de les ciencias, seguía siendo una ciencia por encontrar.
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